¿Trabajadora, dama o puta?
«Si no somos capaces de hacer nada por las mujeres en Irán o Afganistán, ¿por qué no dejamos de tratar de imponer nuestros criterios morales sobre los vecinos?»
Todo pasa y todo queda, pero lo nuestro es pasar. Del escándalo de la semana pasada ya nadie se acuerda. El Gobierno afgano se dedica a la tortura sistemática de las mujeres, que salen, envueltas en velos negros y llorando, de las aulas, a las que a partir de ahora se les prohíbe el acceso. Y algunos chicos admirables salen también, en solidaridad con ellas y demostrando que no todos los varones allá obedecen a la inmunda clerigalla. De esta tragedia nos olvidamos rápidamente, distraídos, como estamos, por otros asuntos igualmente importantes.
Podría escribir aquí sobre las mujeres afganas, sobre su reducción a la esclavitud, y sobre el hecho significativo de que en todos y cada uno de los países que han asumido como norma de Gobierno la religión musulmana la mujer está sometida, cuando no esclavizada… ¿O hay alguna excepción?
Pero ¿para qué hablar de esto? No cambiará nada por más que alicate las frases…
En cambio, a lo mejor convenzo a alguien si pido yo aquí tolerancia y clemencia contra unos chicos que quizá hayan incurrido en una ordinariez o una falta, pero que no merecen por ello un castigo severo.
El Ejército denunció hace unos días a varios soldados del cuartel del Bruch (en Barcelona) por pregonar en un chat privado (este detalle es decisivo) la rifa de una prostituta, o sea, el sorteo de los servicios durante una hora de una «dama de compañía», como llamaban a la mujer en el chat. Era el recurso –recurso primitivo, no voy a disimularlo- que se les había ocurrido a aquellos chicos para recaudar fondos para las fiestas de su unidad. Que para más risa coincidía con el día de la Purísima.
Mejor hubiera hecho el Ejército echando tierra sobre el asunto, que es insignificante. Al darle publicidad, quizá con las mejores intenciones, lo único que consiguió es que se levantase una ola de indignación precisamente contra el Ejército, pues las beatas más gazmoñas de la prensa y de las redes sociales denunciaron el caso con gran rasgamiento de vestiduras y denuncias contra la España negra y brutal.
«La señora ministra debe de imaginarse que el Estado tiene derecho a huronear en los ‘chats’ de los ciudadanos»
Ahora la rifa ha sido cancelada, los organizadores de la misma han sido identificados y denunciados a la fiscalía, y la ministra de Defensa, Margarita Robles, reclama que se les expulse del Ejército. La señora ministra debe de imaginarse que el Estado tiene derecho a huronear en los chats de los ciudadanos y decidir si merecen castigo o no por lo que hacen en sus vidas privadas, y que el oficio militar (Oficio militar profeso y hago, /baja condenación de mi ventura / que al alma dos infiernos da por pago, escribió Aldana, «el divino capitán») está muy codiciado por multitudes de jóvenes puritanos, muy bien educados en facultades de Filosofía y seminarios de Buenos Modales, respetuosísimos con la mujer y con el cuerpo femenino (¡ese sagrario!): de manera que en cuanto esos réprobos puteros sean expulsados de las Fuerzas Armadas y sus plazas queden vacantes, correrán muchos (o muchas) universitarios a alistarse voluntarios para defender a la patria con las armas allá donde se les diga.
De momento, a esos chicos, a los que se hubiera podido discretamente reprender con una regañina («¡que no se repita! ¿Entendido, cabo Martínez?») y pasar página, ya les han arruinado la vida y quizá se los envíe al desempleo, entre el cacareo satisfecho de las mil gallinitas del bonismo.
Y a la «dama de compañía» –categoría profesional que, cuando se la quiere dignificar, también se llama «trabajadora sexual», y cuando se la quiere degradar, «puta»-, se le ha cancelado el contrato y pierde los emolumentos de la rifa, que tal vez le venían muy bien para pagar los turrones de estas fiestas o para enviárselos a su madre en el país remoto y en bancarrota del que procede. A ésta nadie le pidió opinión ni se le preguntó si se sentía degradada o no con la rifa de los c…
Pero si no somos capaces de hacer nada por lo que pasa con la condición femenina en Irán o en Afganistán, ¿por qué no dejamos ya de tratar de imponer nuestros criterios morales sobre los vecinos? ¿O acaso el Estado es capaz, y tiene voluntad, de financiar la economía de tantísimas mujeres más o menos desvalidas que, a falta de otra alternativa para sustentarse, recurren a «la profesión más vieja del mundo»?