Joseph Ratzinger: una anécdota
«Ratzinger ha sido pescador de almas sin echar las redes; sólo con su presencia y lo que emanaba de ella, que también era su obra»
El día 31 de diciembre acaba el año y acabó también la vida terrenal del Papa Benedicto XVI. Uno cree en los símbolos: el hombre está desnudo –en el sentido de desvalido– sin ellos. Como lo está sin las liturgias y Joseph Ratzinger fue un gran defensor de la católica. Es más: consideraba que una de las causas de la decadencia de la Iglesia era el descuido o abandono de la liturgia.
Otro día 31 –en este caso de mayo– celebrábamos el cumpleaños de mi amigo Pepe Cilimingras, que fue quien me regaló el primer tomo de entrevistas de Peter Seewald con el entonces cardenal. Llevábamos años hablando de Ratzinger como si fuéramos integrantes de una secta mal vista por la plebe en tiempos de Diocleciano: Joseph Ratzinger, desde el arrojo que da la ignorancia –o el desconocimiento, tanto da–, caía mal y hablar de él desde la admiración, fuera intelectual o espiritual (que en su caso formaban una sola), era considerado una muestra de conservadurismo ultramontano y nada más. Esto ocurría incluso en ambientes clericales (en mi ciudad natal, cuando fue proclamado Papa, las campanas no alzaron mucho el vuelo, que digamos, y esto no es sólo un eufemismo). Lo más dulce que se le llamaba era inquisidor; lo demás –por su dosis de insidia y mala fe– mejor olvidarlo. Y recordar que interpretaba a Mozart al piano. Con finezza.
A cambio de aquel primer tomo, le regalé a mi amigo Sin raíces, el libro de conversaciones con Marcello Pera, filósofo y presidente del Senado italiano, donde Europa adquiría un protagonismo tan profundo como imprescindible. Éste ha sido uno de los destinos y legados del Papa alemán: mantener vivo tanto el espíritu originario de la Iglesia –escindida y atacada desde dentro y fuera– como el espíritu originario de Europa, de Occidente, más allá de las tormentas de los totalitarismos y de los liberalismos extremos. Sobre todo, en un doble combate: contra el relativismo –que se ha extendido como una plaga y así nos va– y contra el multiculturalismo como elemento para descafeinar lo esencial. Éste ha sido su legado intelectual mientras vivía y sigue siéndolo ahora que ha muerto. Con la lucidez, la inteligencia y la sencillez que otorgan la bondad y la verdad. En un mundo que la niega y que cuando esgrime que no hay una verdad sino muchas, desconoce –quiero creer– que esa multiplicidad que defiende sólo existe para amortiguar la verdad que ha defendido Benedicto XVI incluso frente a los suyos.
«Joseph Ratzinger, desde el arrojo que da la ignorancia, era considerado una muestra de conservadurismo ultramontano y nada más»
Sin descuidar el humor: recuerdo su polémica con el matemático Oddifredi, cuando negaba la existencia de Jesús por vía numérica: «Lo que usted afirma –le contestaba el Papa, ya emérito entonces– no es propio de su rango científico. Si cuestiona que no sabemos nada de Jesús y que, como figura histórica, no es contrastable, sólo puedo invitarle de forma decidida a que sea más competente desde el punto de vista histórico». Y le aconsejaba la lectura de los cuatro tomos sobre Jesús escritos por el teólogo protestante Martín Hengel, «un ejemplo excelente –añadía– de precisión y amplísima información histórica». Pero he dicho legado intelectual y no religioso y ahora que ha muerto no deberíamos confundir. Los mismos que lo insultaban o menospreciaban cuando no era Papa y continuaron haciéndolo cuando lo fue, hablan ahora del intelectual, como si quisieran separarlo del hombre religioso que acabó siendo cabeza de la Iglesia romana. O –desde la postura contraria– como si ser intelectual fuera más importante que su papado, cuando ambos son inseparables. Sin el intelectual, Benedicto XVI no habría existido, pero no puede negarse que la trayectoria del pensamiento de Ratzinger lo ha acercado a muchas personas que antes de él, estaban alejadas de la iglesia y esto ha beneficiado al catolicismo. Si se me permite la metáfora –que no es exacta–, Ratzinger ha sido pescador de almas sin echar las redes; sólo con su presencia y lo que emanaba de ella, que también era su obra. O mejor: sus redes no eran tales, pero han hecho las veces con un fruto –por la época que vivimos– muy superior en calidad, aunque quizá no en cantidad, a las de Papas anteriores. Todo en Roma es un continuum, pero el peso específico de Joseph Ratzinger ha sido muy superior, y es la calidad de ese peso la que compensará en el tiempo la cantidad. No en número total, pero sí en los elegidos para dar continuidad a la Iglesia, sospecho, al margen del folklore, que también lo ha habido.
Y si vuelvo a Europa para acabar es porque la respiración ratzingeriana es la respiración europea –sin olvidar ni a los Padres del desierto, por un lado, ni a Kant, por otro– y del mismo modo que no se entiende Europa sin la Iglesia, tampoco se entiende la Iglesia sin Europa. Y esto lo saben bien sus enemigos, los de ambas. Los mismos que lo atacaban en vida y no han esperado ni unas horas para atacarlo una vez muerto. El talento superior no se perdona y el de Ratzinger, al recordar y defender las raíces de Europa, recordaba y defendía las de la iglesia católica y su permanencia en el tiempo. Aunque haya que volver a empezar de casi cero.
Durante los meses que viví en Burdeos, compré una medalla de Benedicto XVI, como compré el libro de su hermano sobre Joseph Ratzinger, en una tienda de objetos religiosos adosada a la iglesia de Saint-Eloi, bajo la Grosse Cloche. Cuando murió mi amigo Pepe Cilimingras le puse esa medalla en la mano derecha para que emprendiera el viaje acompañado por él, a quien tanto respetaba. Entonces la tradición romana de la moneda fue sustituida por un símbolo que perdura desde hace veinte siglos. Mejor Virgilio no podíamos encontrar. Como la Iglesia hoy no tiene mejor Dante.