Los que nunca pierden
«Ya no hace falta cambiar de chaqueta ni de ideología, porque es el significado de las palabras lo que cambia de un día para otro, de una hora a la siguiente»
En la Transición y los ochenta se hablaba de chaquetas. Estaban las de pana y estaban las metafóricas -en el fondo no eran tan distintas-. Con el cambio de régimen y el espíritu de borrón y cuenta nueva, una cierta capacidad para la mudanza no era mala cosa del todo. Al cabo, sin una cierta flexibilidad no hay acuerdo, y qué mejor voluntad que la de empezar siendo flexible uno mismo. Así, había quien se recreaba un pasado comunista cuando lo interesante era haberlo sido pero ya no serlo. Uno de los varios pasados que se inventó Umbral, por ejemplo. Otros habían hecho el viaje durante el último franquismo, acogidos a alguna mitología prestigiosa del momento como la nueva socialdemocracia o el catolicismo social. Algunas apuestas parecían arriesgadas en el momento, pero podías reventar la banca; así los que transicionaron al socialismo institucional o a los nuevos nacionalismos hegemónicos. Había, insisto, un cierto air du temps, una experiencia compartida, que atemperaba la crítica. Era como coincidir en un burdel con algún familiar o con el profesor de latín del internado.
A medida que pasamos del diálogo al pelotazo, la chaqueta fue tomando otras connotaciones. A la altura de los primeros noventa ya se sobreentienden siempre las motivaciones económicas. Se empieza a hablar de tránsfugas, palabro técnico-patologizador. La humana, casi honrosa chaqueta -al fin y al cabo, la chaqueta hay que llevarla- se convierte en una corruptela y un trastorno democrático. Siempre quedaba, eso sí, algún fenómeno casi refrescante, algún Verstrynge que se desplazaba entre obstáculos como un roomba evitando escrupulosamente cualquier contacto con lo liberal; o alguno que simplemente tenía tendencia a equivocarse de bando.
«Cuando toque negar tres veces a Pedro -que llegará, tarde o temprano-, ahí estarán todos, armados con las mismas palabras»
En la fase siguiente, tras la burbuja -es decir, tras la financiera y antes de la política-, la chaqueta acabó de desvirtuarse: en la era de los «emprendedores políticos», ya no se trataba de que uno cambiase de partido o de ideología, sino que lo encontraba como si por primera vez contemplase «el rostro que tenía antes de la creación del mundo» (ya me perdonarán). Mundo líquido además, ya saben: en algún momento pareció que nos aproximaríamos al ideal de un hombre, un voto, un partido, quién sabe si una ideología.
Ahora, en este revival chusco de los setenta que vivimos, empiezo a apreciar otra forma de chaqueterismo que es casi un signo de los tiempos. Que ya no es que cambie, la chaqueta: es que es cuántica. Ya no hace falta cambiar de chaqueta ni de ideología, porque es el significado de las palabras lo que cambia de un día para otro, de una hora a la siguiente. Hoy las carreras se construyen a la vista de todos, plantados como toreros mientras la realidad -o el simulacro- da vueltas en torno. Sin moverse, como el reloj parado, como el Quijote de Menard o el borracho del chiste, los hay que nunca dejan de tener razón y nunca pierden.
Como siempre, en Cataluña iban por delante: llevan décadas entrenando esta especie de arte marcial. Que en el fondo consiste, como siempre, en saber quién manda y en qué lenguaje se expresa. El giro de genialidad, el que permite una emancipación casi absoluta, es el lingüístico. Así, cuando ha tocado defender el consenso catalanista, o criticar la fase final del procés, o ejercer la oposición a la oposición en Madrid, se ha hecho casi con las mismas palabras y argumentos. Los aprendices no llegan aún a la altura, pero se esfuerzan y tendrán ocasiones. Y cuando toque negar tres veces a Pedro -que llegará, tarde o temprano-, como tocó negar a su precursor, ahí estarán todos, armados con las mismas palabras. Porque lo mejor de todo, ya lo verán, es que serán estos los que al final nos escriban nuestra propia historia.