Aborto: de la moral a la política
«Tratándose de un asunto moralmente indecidible, la norma actual deja que cada mujer tome su decisión en conciencia. No hay mejor solución política»
De la mayor parte de los debates suscitados por los partidos en nuestra democracia puede decirse lo siguiente: es imposible tomárselos del todo en serio, pero no nos queda más remedio que hacerlo. Sabemos que se trata de argumentos introducidos en la esfera pública —ya sea mediante iniciativas legales o a través del discurso político— con el propósito de ganarse el favor de una parte del electorado o debilitar la posición de los rivales; en ningún momento se persigue el intercambio racional de argumentos o la comparación rigurosa entre alternativas. A menudo, de hecho, no hay argumentos por ninguna parte; solo se trata de colocar eslóganes orientados a la deslegitimación moral del adversario. Pero algunas de estas propuestas desembocan en cambios legislativos que acarrean consecuencias tangibles y eso nos obliga a discutirlas: aunque uno tenga la sensación de convertirse por el camino en marioneta —modalidad fija discontinua— de los estrategas electorales.
Todo lo anterior es aplicable al revuelo causado por el vicepresidente de Castilla-León, Juan García-Gallardo, cuando anunció por su cuenta y riesgo una modificación del «protocolo» sanitario que es de aplicación en esa envejecida comunidad cuando una mujer comunica su intención de abortar. Por un lado, la maquinaria de los partidos se ha puesto en marcha: unos han tratado de hacer daño y otros han querido limitar el daño. Por otro, algunos comentaristas han entrado en el fondo del asunto y se han puesto a discutir acerca de la moralidad del aborto o sobre la idoneidad de su actual regulación legal. Que tan tajante método contraceptivo siga causando intensas querellas entre particulares puede comprenderse fácilmente, sin que podamos aplicar sin más la socorrida plantilla que sitúa a los católicos de un lado y a los ilustrados en el otro; las cosas son un poco más complicadas porque no hablamos de una práctica cualquiera.
«Las sociedades liberales han privatizado la decisión acerca de si se debe o no abortar en cada caso concreto»
Ocurre que el debate sobre el aborto está cerrado desde hace algún tiempo. Y esto quiere decir que está políticamente cerrado, por contradictorio que parezca hablar en esos términos de una esfera de actividad —la política— que está por definición abierta al cambio y la contingencia. Lo interesante del caso es que el debate sobre el aborto no está moralmente cerrado, sino todo lo contrario. O sea: como no hay manera de llegar a una conclusión moralmente aceptable para todos, las sociedades liberales han privatizado la decisión acerca de si se debe o no abortar en cada caso concreto. Serán las mujeres las que decidan al respecto, dentro de unos plazos que reflejan el difícil equilibrio entre dos posiciones radicalmente opuestas: la de quienes prohibirían el aborto sin contemplaciones y la de quienes lo querrían libre de restricciones temporales. Al equilibrio político que representan estas leyes de plazos no se ha llegado con facilidad; los enemigos del aborto han llegado a atentar contra sus practicantes. No puede así extrañarnos que en la forja de este acuerdo de mínimos haya jugado un papel determinante la constatación «realista» de que la prohibición del aborto en modo alguno supone —pasa lo mismo con la prostitución— el fin del aborto.
¿De qué manera podría romperse este consenso? Quizá solo un hallazgo científico que revolucionase la percepción social del feto podría desembocar en una legislación más restrictiva. Al margen de esa remota posibilidad, parece que solo son concebibles reformas de detalle impulsadas bien por libertarios (ejemplo: que las menores puedan abortar sin consentimiento paterno o eliminar los tres días de reflexión) o bien por conservadores (ejemplo: presionar a la mujer para que recapacite sobre su decisión haciéndole escuchar los latidos del feto). Proporcionar a la embarazada información acerca de las ayudas públicas que tiene a su disposición si decide no abortar, en cambio, resulta compatible prima facie con una posición de neutralidad estatal. Porque una cosa es facilitar el acceso al aborto (fin deseable) y otra distinta fomentarlo (fin indeseable).
Si se ilegalizase el aborto, en cambio, estaría imponiéndose a la generalidad una cosmovisión particular. Tratándose de un asunto moralmente indecidible, la norma actual deja que cada mujer —bajo ciertas restricciones temporales— tome su decisión en conciencia, respetando así su autonomía personal. Y así debe ser, mal que pese a los discrepantes: no hay mejor solución política. Aunque sigamos —seguiremos— discutiendo.