THE OBJECTIVE
Cristina Casabón

El capataz del Reina Sofía

«Los museos se han ido convirtiendo en espacios que pretenden contribuir no a la cultura, sino a la justicia social, a la igualdad mundial y al bienestar planetario»

Opinión
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El capataz del Reina Sofía

Fachada del Museo Reina Sofía.

He leído por encima el manifiesto de los artistas que defienden al capataz del Reina Sofía y casi me atraganto al ver impresa la palabra reaccionario. Pregunto inocentemente si no habrá en toda esta tropa de firmantes nadie que quiera contraatacar con la documentación requerida, al margen de lanzar sus prejuicios contra la prensa. A estas alturas todos sabemos que hicieron maniobras para mantener puestos vitalicios y total, creen que el museo es suyo. 

Recuerdo quedar estupefacta cuando leí una entrevista de Borja-Villel en El Mundo: «Pretendo darle la vuelta entera al museo, como a un calcetín», decía este señor. «Ahora será, por fin, el museo que yo imaginé», remataba. Creía que era «su museo» y la entrevista nos dejó perplejos. El capataz del Reina Sofía después arremetía contra mi admirada Margaret Thatcher cuando se refiere a la década de los 80, un poco más abajo. Una decidió no volver a pisar el Reina Sofía después de aquello. Empecé a percibir que la apuesta por la cultura sin ideología es ya un lujo desapasionado, es fruto del capricho, de la rebelión y la independencia de unos pocos. La Cultura en mayúsculas, sin ideología hoy se encuentra en los márgenes y se ve sofocada por la cultura oficial

«La cultura debería ser impredecible, complicada, heterodoxa y virtuosa»

La libertad del ojo occidental debe permitirse siempre un lujo: la observación de una ejecución perfecta, magistral y no contaminada por la ideología. Esto es lo que algunos reivindicamos. La cultura debería ser impredecible, complicada, heterodoxa y virtuosa. Si esto es ser reaccionario, que venga Jean Dubuffet, el gran defensor del arte inmoral y lo vea. Alain Finkielkraut explica en La posliteratura, (recientemente traducido al español) que «ya no hay fábula que no encierre una lección y ya no hay creador al que no se transforme en predicador». Los museos se han ido convirtiendo en espacios que pretenden contribuir no a la cultura, sino a la justicia social, a la igualdad mundial y al bienestar planetario. ¿Quién ha decidido que esta sea la misión de un museo? 

En el ámbito de la cultura se han aniquilado las jerarquías, todo es cuestión de gustos y colores. «Se deroga la distinción entre cultura e incultura, proclamando que todo es cultura», dice Finkielkraut. Literatura, teatro, ópera, cine, filosofía, música y otras abstracciones nos permiten romper con la estupidez, no pueden ser el escenario de defensa de las causitas. La mayoría de sus defensores son naif, representan la realidad aludiendo a la ingenuidad de la sensibilidad infantil y se caracterizan por una gran simplicidad en las formas. La simplicidad ha llegado a tal grado que la oposición a esta corriente te convierte mala persona. La crítica no solo nos convierte en reaccionarios sino también en malas personas. 

Es el mugir de los tiempos y Finkielkraut lleva tiempo avisándonos. El hombre, imagínese, ha cometido el error de ser un pensador muy fecundo contra la hegemonía cultural, y encima para colmo es miembro de la Academia, institución que los woke consideran un club de abuelos. Estamos en la época de las modas identitarias y los juicios morales sustituyen al experto en historia del arte. La religión de la humanidad no exige conocimiento, solo redención y que admitamos nuestras faltas y pecadillos. Una obra de arte ahora debe aspirar a la redención y expurgarnos de la mancha. Lo políticamente correcto es un esfuerzo por enderezar el árbol torcido de la humanidad. «Sin embargo, la mancha está en todo todos y en cada uno (…) Lavar esa macha es tan solo una broma y hasta una broma bárbara», dice Finkielkraut. Pregunto inocentemente: ¿por qué no abrazan sus impurezas, sus sombras y su naturaleza humana? ¿Tan difícil es de soportar la carga de la humanidad? 

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