La tristeza
«El Antiguo Testamento suele recordarnos que sólo los malvados no lloran, que las lágrimas por los demás riegan la tierra sedienta de la auténtica humanidad»
Hay una alegría de sabernos misterio, incluso cuando la tristeza nos hiere y nos deja lastimados. Esto nos dice Víctor Herrero de Miguel, filólogo clásico, profesor de universidad, fraile capuchino y poeta, en un hermoso libro que ha escrito sobre la tristeza –de hecho, se titula así: Tristeza– a raíz de la muerte de su madre. De la obra de Víctor Herrero, yo conocía su magistral ensayo Carne escrita en la roca, sobre el Libro de Job, cuyo título me recuerda el de una antología traducida al catalán del maestro Yehuda Amijái: Clavats a la carn del món, porque ciertamente la tristeza –como la propia vida– se clava en la carne del mundo y se escribe en la piedra del tiempo y de la eternidad. «El efecto mayor que descubro en la tristeza que ahora me habita» –escribe Herrero de Miguel– «es su capacidad de alterar la forma del mundo. […]. Las cosas, bajo una luz no usada, se revelan como nuevas». Y, sin embargo, un poco más adelante, como contradiciéndose de un modo muy matizado, reivindica esa otra luz usada que es la vida hecha memoria, la realidad en un sentido pleno: «La vida –esta sí, y sin atenuantes ni matices– es sagrada, y por eso la tristeza –inscrita, como la alegría o el dolor, en ella– es sagrada siempre que esté conectada a la vida, que se desprenda de ella, que nos permita ver la vida con la precisión con que las lentes microscópicas ayudan al biólogo a contemplar los detalles de la célula».
No hay vida sin tristeza, como tampoco la hay sin alegría, sin amor o sin consuelo. Esto nos da a entender que la tristeza tiene algo que decirnos sobre el hombre. La teología del Antiguo Testamento suele recordarnos que sólo los malvados no lloran, que las lágrimas por los demás –y no por autocompasión– riegan la tierra sedienta de la auténtica humanidad. Más que luchar contra nuestras tristezas, escribe Víctor Herrero, «las tristezas han de ser amadas». Es una hermosa reflexión. Yo, en la línea de Simone Weil, habría escrito: «Sólo al amar las tristezas de nuestro prójimo, su miseria incluso, su dolorosa fragilidad, amamos realmente». Sin duda hablamos de lo mismo. Resulta fácil amar la belleza, la fortaleza, la honradez, la inteligencia; en cambio, aceptar el dolor y la tristeza, amarlas a pesar de todo, nos remite a un vínculo mucho más profundo y duradero que revela quiénes somos en verdad. Para Walter Benjamin, la luz del Mesías –esa esperanza de redención– penetra a través de las grietas del dolor. Esas grietas son las huellas de la pasión en nosotros, que tienen poco –o muy poco– que ver con el mal de la acedia.
La respuesta a la tristeza es el amor y el amor es la llave que nos abre las puertas de la realidad y de la vida. En unas páginas preciosas, donde rememora los últimos días de su madre en la cama del hospital o ya en la habitación de su casa, Herrero relee estos versos perfectos de Safo sobre la noche y la luz. Dicen así:
Se han ocultado ya
las Pléyades, la luna: mediada está la noche,
la hora propicia escapa,
yo duermo sola.
Ahí, en este poema, se encuentra resumido el miedo último de la tristeza, que es el de la soledad, el de una vida sin ningún tipo de amor ni consuelo, el de una carne herida sobre la que no cae siquiera la luz medida de la esperanza. «Mi madre» –escribe el autor de este hermoso libro–, «en sus últimas noches, nos pedía que no bajásemos la persiana de su habitación. ¿Quería sentir la presencia de la luna, ver cubierta como Safo la tristeza por su luz?». La respuesta la encontramos en esa luz, que es el amor y el consuelo y la vida.