Europa salvará el planeta
«La nueva verdad absoluta exige renunciar a la libertad de pensamiento, de comercio, de empresa. La economía de mercado ha de ser domesticada»
Por razones bien diferentes, dos grandes economistas del franquismo están de actualidad. Con esa percha, Antonio Elorza y Francesc de Carreras han escrito en este periódico artículos necesarios sobre el renacimiento de la libertad en España y sus orígenes, ya en los años sesenta. Para los que llegamos a la universidad en los primeros setenta, ya en las postrimerías de un régimen autoritario sin duda, pero ya no fascista, los profesores Velarde y Tamames eran una referencia. Velarde con su libro de Política Económica con Fuentes Quintana en la editorial Doncel, explicaba los principios básicos de la economía de mercado en sexto de bachillerato. Un libro magistral, heredero de una versión previa para la asignatura de Formación del Espíritu Nacional, la Educación para la Ciudadanía de entonces. Tamames con su Introducción a la Economía Española en Alianza editorial, se convirtió en el economista español más leído y estudiado, el que más vendía, parte obligada de la preparación de oposiciones desde auxiliar administrativo hasta técnico comercial del Estado.
Ambos llegaron a la economía de mercado desde sus antípodas, el falangismo en el caso de Velarde, el comunismo en el de Tamames. Ambos, pues, cayeron en las dos grandes enfermedades sociales de su tiempo. Pero ninguno se refugió ni regocijó en su trinchera. Porque entonces sí que se creía en los datos y no en el relato, y los llamados intelectuales leían y pensaban con curiosidad y criterio propio, más allá de su origen ideológico y sus cómodas preferencias personales. A la universidad se venía a ser cuestionado, no mimado, a enfrentarse a nuevas realidades, no a ratificarse en las propias ideas. Se leía a Marx y a Adam Smith, a Keynes y a Friedman, a Tamames y a Velarde. Ellos son el mejor exponente de lo que sus discípulos llamaron con gran éxito comercial la vía nacionalista del capitalismo española, aunque algunos pretendan menospreciarla denominándola la escuela madrileña, ese pueblón manchego. Solo ellos con algunos pocos más, Fuentes Quintana, Fabián Estapé, Manolo Varela, Joan Sardá, (siento que se me olvida alguno) dieron soporte analítico al abandono del proteccionismo y la autarquía, a la irrupción de los tecnócratas en la vida política, a la primera liberalización de la economía española con el Plan de Estabilización. Luego vinieron los que salieron a estudiar al extranjero, Luis Ángel Rojo a Londres, José Ramón Lasuén al MIT, y muchos otros luego. Con ellos, la economía española, como la política o la sociedad se hizo normal, aburrida, europea.
«El enemigo a batir es siempre el mismo, la libertad de elección, la iniciativa empresarial y el beneficio»
España inició el abandono de la autarquía y el dirigismo económico en los años sesenta del siglo anterior. Emprendió entonces la enseñanza de la economía y su práctica, la política económica, una larga marcha hacia la economía de mercado, con tintes más o menos liberales o sociales, con ritmo variable, a veces titubeante otras acelerado, en función de las circunstancias y de los personajes. Sufrimos hoy en nuestro país uno de esos retrocesos periódicos en el que los nostálgicos del antiguo régimen de proteccionismo, intervención estatal y subsidios clientelares se han atrincherado en el poder y lo ejercen sin límite. La excusa es siempre exterior, la guerra, la pandemia, el nacionalismo americano y sobre todo, ese gran constructo político, la emergencia climática, que vale para un roto y un descosido. El enemigo a batir es siempre el mismo, la libertad de elección, la iniciativa empresarial y el beneficio. El argumento tan viciado que suena rancio hasta repetirlo, los políticos, planificadores o burócratas no solo saben más y mejor, sino que defienden el bien común de los egoístas e insolidarios acaparadores. Aunque como con la pandemia, sea el sector privado y su capacidad de innovación, desarrollo técnico, producción en masa y despliegue comercial, el factor principal en la transición energética. Lo harían igual sin tanto subsidio, pero si se los regalamos no los van a rechazar.
En ese camino alejándonos de la servidumbre, los demócratas españoles siempre habíamos contado con Europa para ayudarnos a construir una economía de mercado. Hoy ya no estoy tan seguro. Permítanme que en el mejor espíritu iconoclasta de mis maestros, intente argumentarlo. El Consejo europeo debate estos días la propuesta de la Comisión llamada Green Deal Industrial Plan. Ese precioso nombre, los publicistas europeos son unos genios del marketing político, une dos mitos del pensamiento económico, el New Deal americano contra la Gran Depresión y la Arcadia feliz de un mundo verde y descarbonizado, para justificar un masivo proyecto de inversión pública e intervencionismo estatal, que no por ser a escala europea es menos perjudicial. Por si faltara algún componente, el relato mágico se completa con una Europea que se rebela contra la dominación americana y su amenazante Inflation Reduction Act. Qué pena que Trump no sea ya el presidente, porque Biden es un amigo entrañable que difícilmente da miedo a nadie.
El Green Deal se traduce en cuatro prioridades de actuación: un nuevo marco regulatorio para facilitar las masivas inversiones necesarias en la reindustrialización verde de Europa, una promesa de financiación pública y de incentivos a la privada, una reformulación de la política comercial de la Unión, y una reforma de la formación profesional para garantizar los recursos humanos cualificados necesarios en la nueva industria verde que no es más que una bonita declaración de principios inobjetables. Centrémonos, pues, brevemente en las tres primeras propuestas, a cuál más peligrosa.
«Para facilitar las inversiones necesarias para la transición energética, la Comisión propone crear nuevos impuestos»
Una vez creado el monstruo, hay que combatirlo. Así pues, y con la excusa de facilitar las inversiones necesarias para la transición energética, la Comisión propone, entre otras lindezas, (i) modificar la política de competencia para permitir la creación de campeones nacionales, eso sí, siempre que sean europeos, (ii) aligerar la política de ayudas de Estado para que esos campeones nacionales puedan ser públicos o construirse a base de capital y subvenciones públicas, (iii) reformar el mercado eléctrico y abandonar el principio de precios marginales para facilitar la intervención estatal, (iv) crear nuevos impuestos europeos para financiar ese intervencionismo y hasta dotar un Fondo Soberano Europeo al estilo del de Qatar o Malasia para así poder dirigir la ciencia y la industria en la dirección correcta, (v) restablecer los coeficientes de inversión obligatoria en el sistema financiero, aunque quizás un poco avergonzados, solo en su versión light de un tratamiento regulatorio bonificado para aquellas inversiones del gusto del poder político, y (vi) proteger el mercado único de las prácticas comerciales injustas, que son siempre las de otros, a pesar de que la propuesta europea del ajuste de carbono en frontera haya arruinado la imagen de Europa como un mercado abierto y resucitado el fantasma de la Europa fortaleza.
En definitiva, lo que la Comisión propone es un intervencionismo masivo en la economía con el argumento milenarista de que hay que salvar el planeta. La nueva verdad absoluta exige renunciar a la libertad de pensamiento, de comercio, de empresa. La economía de mercado ha de ser domesticada en aras del bien común. Ya lo decían los libros de texto de la España de los años cincuenta. Aquellos contra los que se rebelaron Velarde, Fuentes, Tamames y tantos otros después. Pero estábamos todos equivocados. La humanidad está amenazada y solo Europa puede salvarla. Una Europa de mandarines arbitristas, de déspotas ilustrados.