Cruces de sal
«El miedo es al conservadurismo –ese temor de perder lo poco o mucho que tenemos– lo que el resentimiento a la izquierda y al nacionalismo»
Anoche dormí mal. Afuera llovía –una borrasca mediterránea asentada en Sicilia– y rugía un viento airado. Me levanté a revisar los cierres de la casa. La hojarasca danzaba en remolinos bajo la luz vacilante de las farolas. Los cubos de la basura se habían desparramado por la calle, cuesta abajo. El mar era oscuro como la boca de una cobra. Contemplé las aguas procelosas durante un buen rato, mientras meditaba en otras cosas. Luego me acurruqué de nuevo en la cama, a la espera de que el sueño cayera sobre mí, pero la fuerza del viento me lo impedía. Pensé: «No tengo de qué preocuparme. Vivo en una fortaleza sobre el mar. ¿Qué puede sucedernos aquí? Nada». Y, sin embargo, el aire embravecido me zarandeaba de un lado a otro, como si fuera un boxeador borracho. Pensé entonces que sentía un miedo muy ancestral, el eco de nuestra naturaleza primitiva, cuando el hombre buscaba en las cuevas refugio para el furor de las tormentas. Somos animales antiguos, en efecto. Hay que darse prisa en ser antiguo, me dije, parafraseando un verso de Juaristi que una vez me recitó mi admirado José Jiménez Lozano.
El miedo es, desde luego, un instinto atávico. Los niños tienen miedo, los adultos también, aunque intentemos casi siempre ocultarlo. Hay, por supuesto, miedos irracionales y otros que no lo son tanto, dependiendo de las circunstancias. Además es una emoción política, al igual que el rencor, el odio o ese sentimiento de pertenencia tribal que nos no nos abandona. John Lukacs solía repetir que el miedo es conservador allí donde el rencor es progresista. Con esta distinción no planteaba un juicio moral, sino que subrayaba lo que parece una constante sociológica: el miedo es al conservadurismo –ese temor de perder lo poco o mucho que tenemos– lo que el resentimiento a la izquierda (y al nacionalismo, añadiría yo). Creo que el gran historiador húngaro afincado en Estados Unidos no andaba muy equivocado.
«Al confiar en el pasado, el conservador cree contar con el peso de la edad a su favor»
Se dice que el miedo nace de la falta de seguridad. No puede ser de otro modo, porque la historia es el reino de la incertidumbre. Pero los temores del conservador no se proyectan sólo hacia futuro ni se refieren sólo a nuestras inseguridades presentes, sino que nos hablan también del desgaste del tiempo, ese eterno destructor. Melancólico, enamorado de las ruinas de la memoria, el escritor alemán W. G. Sebald insistía en las bondades de la goma de borrar en la escritura. Al ir cincelando las páginas de sus libros como si fueran un palimpsesto, las palabras adquieren una condición polvorienta que les permite atravesar la prueba de los siglos. Al confiar en el pasado, el conservador cree contar –erróneamente o no– con el peso de la edad a su favor.
Lo que teme el conservador es ver el mundo de sus afectos no ya en ruinas, sino pulverizado, desaparecido. ¿En qué confiar entonces cuando tus referentes morales, intelectuales o estéticos quedan inoperantes y el lenguaje muta y, con el lenguaje, las costumbres, los ritos, los gustos, la inteligencia, las amistades e incluso tu matrimonio? Más pronto o más tarde, ya sea en la mediana edad o en la vejez, todos nos encaramos en algún momento con la extraña sensación de que lo nuestro ya no le interesa a nadie. Entonces, sólo queda confiar en el futuro o desesperar.
Pero yo quería hablarles del viento y de la lluvia y del insomnio inusual y de un mar oscuro como la boca de una cobra, y no de las emociones políticas porque anoche no pensé en ellas. Al contrario, tras revisar la casa, me acosté y recordé que, cuando mi abuela oía llegar la tormenta, marcaba el suelo con unas cruces de sal, como si así pudiera ahuyentar todos los males. Y, poco después, me dormí. A la mañana siguiente, al despertar, brillaba una luz nueva.