THE OBJECTIVE
Javier Benegas

Instalados en la mentira

«Mentir de forma descarnada se ha convertido en una estrategia legítima. Se trata de apelar a causas moralmente superiores, aun recurriendo a la impostura»

Opinión
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Instalados en la mentira

La ministra de Igualdad, Irene Montero. | Europa Press

Resulta irritante escuchar a la ministra de Igualdad insistir en que la ley del sólo sí es sí es estupenda, y que las reducciones de condenas de cientos de violadores y agresores sexuales, y en no pocos casos su puesta en libertad prematura, es culpa de un puñado de jueces que prevarican. Sin embargo, su cinismo no me provoca perplejidad. Negar la realidad, más aún, mentir de forma descarnada se ha convertido en una estrategia legítima. Así, Montero, al negar lo que es innegable, salvaguarda una verdad mucho más elevada que la que evidencia la casuística. Y esta verdad superior la convierte en infalible y, por lo tanto, acierta hasta cuando se equivoca. Es más, puede defender su verdad recurriendo a la mentira.

Esto mismo aplica a los docudramas enlatados de nuestro presidente, en los que juega a la petanca con un grupo de jubilados agradecidos por conservar su poder adquisitivo, todos ellos afiliados al Partido Socialista, o se sienta en un sofá a conversar con dos jóvenes, también vinculados al partido, que le regalan los oídos a propósito de su generosa subida del salario mínimo. Estas dramatizaciones no pretenden que el público las perciba como auténticas. Son montajes tan burdos que solo los muy ingenuos pueden creer que son auténticos. Pero no hace falta que parezcan verosímiles, de hecho, apenas se esfuerzan en lograrlo. Se trata de apelar a causas moralmente superiores, aun recurriendo a la impostura. 

Este recurso moral permite sortear la razón, mientras que la mentira se convierte en una argucia legítima, incluso dignificante. Lo que permite a Montero y a Sánchez no solo faltar a la verdad sino además hacerlo arrogándose una superioridad moral que nos enerva. Porque lo cierto es que la ley del sólo sí es sí reduce las penas a los criminales, en detrimento de las víctimas; que la actualización de las pensiones a un IPC desbocado conlleva un esfuerzo extraordinario para millones de cotizantes ya de por sí bastante extenuados; y que subir el salario mínimo en una economía que lleva estancada más de tres lustros lo que hace es empujar hacia la economía sumergida —más certeramente, economía de subsistencia— a más y más trabajadores. 

«La cultura de la cancelación es básicamente la negación del espíritu crítico»

Con todo, cometeremos un error grave si limitamos esta perversión de la política a la singularidad de un personaje como Sánchez y, también, si damos por sentado que el wokismo de Irene Montero et al. surge del dominio cultural auspiciado por Gramsci. Ni en sus mejores sueños el filósofo italiano habría imaginado algo tan definitivo como la «cultura de la cancelación»

Y es que la cultura de la cancelación, que básicamente es la negación del espíritu crítico, no solo se manifiesta en las afirmaciones delirantes de la izquierda más enloquecida. Está también presente en la decisión del Parlamento Europeo de prohibir la fabricación de automóviles con motor de explosión de aquí a siete años. Una prohibición que, más allá de acabar con la movilidad de los menos pudientes, no se sostiene en ningún consenso científico, sino que se impone en última instancia mediante el mismo automatismo moral del que se vale Montero para perseverar en la mentira de que su ley de sólo sí es sí es estupenda. 

Sin embargo, para que este automatismo funcione, hace falta algo más que la hegemonía cultural. Es necesaria también una concepción mecánica de las políticas sociales. Y esta concepción mecánica solo se puede imponer a través del poder de un Estado que ya no es la forma en la que la sociedad se organiza sino el ente que le da forma.  

Los Sánchez y las Montero no son el producto de la hegemonía cultural de la izquierda. Son la apoteosis de una revolución gradualista y sigilosa que en pocas décadas han transformado las sociedades capitalistas en sociedades dirigidas, aspiracionalmente igualitarias y cada vez más vigiladas. Esta revolución ha discurrido en paralelo a los totalitarismos del pasado siglo XX. Pero, al revés que estos, ha sabido imponerse sin que nos percatemos. De su éxito da fe la compulsión legislativa que soportamos, con la que se nos imponen leyes para absolutamente todo, pero también lo que motu proprio hemos normalizado sin que nos preguntáramos si había razones suficientes para ello. 

«¿Por qué hemos descontado que el progreso y el gasto público creciente son inseparables?»

Al fin y al cabo, ¿dónde está escrito que para que un Estado funcione o, si se prefiere, sea moralmente solvente debe acaparar al menos el 50% de toda la riqueza?, ¿por qué hemos descontado que el progreso y el gasto público creciente son inseparables?, ¿qué ha ocurrido en nuestras cabezas para que creamos no ya que se puede prever el futuro a décadas vista, sino que estemos convencidos de que podemos y debemos planificarlo con tanta o más antelación?, ¿qué calamidad se ha precipitado sobre las sociedades occidentales, entre ellas, la española, para que la idea de «bien común» se traduzca en la demanda de una seguridad que estigmatiza los derechos individuales?

Si pudiéramos zafarnos de la mentira permanente en que se ha convertido la política, nos preguntaríamos si nuestros problemas pueden deberse a la presencia de un fantasma llamado neoliberalismo, porque lo cierto es que, desde hace ya tiempo, en los países desarrollados el gasto público ronda el 50% del Producto Interior Bruto, los bancos centrales ejercen el control monetario, la política económica es esencialmente redistributiva y nuestra existencia está cada vez más politizada.

Sinceramente, no sé si enfocar todo esto como una guerra cultural tiene demasiado sentido, porque, en todo caso, más parece un problema metafísico. Por otro lado, frente a evidencias que no admiten medias tintas, como que el pasto es verde, la moderación me parece incompetente, salvo que estemos dispuestos a aceptar que el pasto puede ser del color que más convenga a nuestros intereses. Pero de lo que estoy seguro es que ninguna sociedad puede vivir instalada en la mentira de forma permanente.

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