Educar asustando
«El miedo es bueno cuando nos alerta y malo cuando nos paraliza, es positivo como condimento que hace la vida interesante y fatal como veneno que la vuelve aborrecible»
A pesar de las reticencias de las fórmulas educativas actuales, que parecen pensadas no para preparar a los neófitos para la vida adulta sino para eternizar la infancia, el miedo bien empleado es un elemento pedagógico indispensable. El niño debe aprender a tener miedo para madurar: a tener miedo, no a ser miedoso. El mundo es un lugar peligroso, la vida es una aventura arriesgada: a veces mas vale temblar y retroceder que pisar con imprudencia en las arenas movedizas.
Hay miedos razonables y muy a tener en cuenta: el miedo a ofender o perjudicar a quienes confían en nosotros, el miedo a dañar de modo irreversible nuestra salud, el miedo a hacer cosas que no debería un ser humano ( un temor que tuvo Macbeth y luego, para su mal, olvidó), el peor miedo de todos: el miedo a ser cobarde (del que sólo a la hora de la muerte se libró Lord Jim). Se dice, con cierta ingenuidad, que la verdad nos hará libres cuando suele encadenarnos a la necesidad y en cambio se supone que el miedo esclaviza, cuando a menudo nos permite elegir con mejor información. El miedo es bueno cuando nos alerta y malo cuando nos paraliza, es positivo como condimento que hace la vida interesante y fatal como veneno que la vuelve aborrecible.
Si el maestro incluye motivos de temor en sus lecciones, también debe naturalmente hablar de los modos de combatirlos. Los mayores peligros que corremos los humanos son sucumbir a lo que rompe nuestra humanidad -que siempre es compartida, nadie es humano si no reconoce semejantes- y nos enfrenta cruelmente a los demás. Las virtudes e instituciones sociales deben ser enseñadas como el remedio insustituible para evitar (o al menos amortiguar) el odio entre humanos, que es a lo que debemos temer más. En cuanto a los demás miedos, físicos, biológicos, que amenazan nuestra existencia, hay que enseñar a afrontarlos como eventualidades permanentes de nuestro destino material frente a las cuales no hay mas remedios que los que ofrece la ciencia. Porque la ciencia sirve para luchar contra lo que nos asusta, sean ilusiones supersticiosas o trastornos vitales producidos por el funcionamiento adverso de los cuerpos o las cosas.
«Los mayores peligros que corremos los humanos son sucumbir a lo que rompe nuestra humanidad y nos enfrenta cruelmente a los demás»
Hay que saber invocar el miedo justificado pero contra él es preciso promover la voluntad científica que busca conocer el mecanismo de lo que hay para prevenir sus amenazas y ponerlo, en la medida de lo posible, al servicio de nuestros propósitos. Gracias a la ciencia no somos simplemente esclavos de la necesidad sino capaces de utilizarla Esta es al menos la visión tradicional, digamos ilustrada o humanista, que en ocasiones pudo desembocar en una arrogancia optimista que considera el progreso científico como una antesala de la omnipotencia.
Pero hoy la visión que se ofrece en las aulas y en las ficciones destinadas a los más jóvenes es muy distinta. La voluntad técnica y científica no es una salvaguardia contra los peligros naturales y una esperanza de una vida mejor sino una tentación diabólica que nos convierte en enemigos de la naturaleza y un peligro para todos los vivientes, incluida nuestra propia especie. El mensaje que se transmite no es «ahora hemos aprendido a hacer el mundo menos amenazador» sino «¡nos estamos cargando el planeta!». No somos los humanos quienes vamos logrando protegernos de las fuerzas elementales que se ciernen sobre nuestra fragilidad sino la naturaleza misma la que perece por nuestra culpa, víctima de nuestra ambición y desmesura (vamos, no de todos los humanos sino del sistema capitalista que nos pervierte). A los neófitos se les aterra con la perpetua noticia de que el mundo se acaba, de que agoniza apuñalado por nosotros y de que nosotros pereceremos con él dentro de no mucho, asesinos castigados por la impiedad de su propio crimen.
Esta versión ecologista del apocalipsis, fomentada de mil maneras por el efectismo informativo y estético más imbécil, se ha convertido casi en una obligación educativa: la escuela debe ser el primer lugar (si los concienciados padres no se adelantan a dar la mala nueva) donde se enseñe a los neófitos que van hacia el fin del mundo y que es su forma de vida, desde ducharse hasta tomar un avión, la responsable de este desenlace fatal. Y la ciencia no es la solución, sino parte fundamental del problema: como está al servicio del capitalismo no hace sino empeorar nuestros males fingiendo defendernos de ellos. ¿Qué de raro tiene que los jóvenes no pongan gran empeño en estudiar e investigar? ¿Por qué extrañarnos de que encerrados por los adultos maleducadores en un callejón sin otra salida que renunciar ascéticamente a la civilización acaben con problemas psiquiátricos?