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Guadalupe Sánchez

Por qué debería preocuparnos la 'ley trans'

«Nos encontramos ante un delirio mayúsculo, que tendrá un impacto brutal en nuestro ordenamiento jurídico. La ideología se ha impuesto al sentido común»

Opinión
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Por qué debería preocuparnos la ‘ley trans’

La política y activista de los derechos LGTBIQ+, Carla Antonelli.

Rousseau hizo célebre la máxima «la libertad de uno termina cuando comienza la libertad del otro». En términos jurídicos, esta expresión se traduce en que no existen los derechos ilimitados o absolutos, por lo que se hace necesario articular un sistema que resuelva las situaciones de conflicto mediante la ponderación para que sea posible su ejercicio. Lamentablemente, el significado de esta frase se ha pervertido hasta el punto de que hoy podemos afirmar, sin miedo a equivocarnos, que nuestra libertad se acaba donde empiezan los deseos y los sentimientos de los demás.

Quienes abominan de las democracias liberales y de la economía de mercado han encontrado en las llamadas identidades colectivas oprimidas la habilitación social necesaria para arrogarse la potestad de constreñir arbitrariamente los derechos fundamentales que garantiza al común de los ciudadanos españoles nuestro marco constitucional. Por eso, las leyes para garantizar la no discriminación de un determinado colectivo acaban materializándose en privilegios normativos construidos sobre las libertades pisoteadas del resto.

Esto es algo que no debería sorprendernos, dado que los valedores de este tipo de normas pretenden reemplazar la igualdad formal ante la ley por una suerte de jerarquía interseccional de oprimidos, tanto reales como autopercibidos, cuyos derechos no les son inherentes como individuos, sino que dependen del escalafón ocupado en la pirámide de opresiones estructurales: a menor opresión, mayor restricción de derechos. El principio de legalidad, que propugna que todos los ciudadanos, incluidos los poderes públicos, estamos sometidos al imperio de la ley, acaba así siendo matizado en función de nuestra clasificación en esta singular liga de la victimización.

«La igualdad sólo puede construirse sobre parámetros objetivos y comprobables»

La ley trans recientemente aprobada en el Congreso abraza expresamente estas teorías interseccionales (art. 3), otorgando categoría normativa a la autopercepción y desprotegiendo a los que, a juicio del legislador, no merecen un puesto en el pódium de la vulnerabilidad: las mujeres y los niños. Esto explica la beligerancia que el feminismo identitario ha mostrado hacia la ley, si bien muchas de sus quejas son despreciadas por una parte de la sociedad que considera -no sin falta de razón- que lo que las mueve es el despecho por tener que compartir lo que asumieron como privilegios exclusivos. Pero como yo no soy sospechosa de reivindicar credibilidad para mis opiniones por razón de mis cualidades biológicas, espero me permitan desgranarles aquellos puntos de la ley que considero más preocupantes, tanto por sus implicaciones legales como por su importantísima trascendencia social.

La institucionalización del sentimiento

Cuando se hizo público el anteproyecto de la ley trans, escribí para este medio un artículo advirtiendo tanto sobre sus inconstitucionalidades como sobre la necesidad de mantener la distinción legal entre el «ser» y el «sentir», ya que la igualdad sólo puede construirse sobre parámetros objetivos y comprobables, como el nivel de renta, la edad, el sexo o la nacionalidad. Sin embargo, la ley trans pretende cimentarla sobre algo tan subjetivo como la identidad sexual, a la que define como la «vivencia interna e individual del sexo tal y como cada persona la siente y autodefine, pudiendo o no corresponder con el sexo asignado al nacer», permitiendo de esta forma a las personas que así lo deseen cambiar tanto en el Registro Civil como en el DNI la mención relativa a su sexo biológico para que ésta se ajuste al sexo sentido.

La igualdad de las personas trans se aborda, pues, desde un prisma tanto cuestionable como peligroso, más allá de los entresijos del procedimiento para la rectificación del sexo registral y de los requisitos que establece en función de la edad. Si bien nadie duda de que el Estado no puede inmiscuirse en el fuero interno de los ciudadanos, lo que es incuestionable es que el tratamiento que éstos reciben de las instituciones debe configurarse y modularse en atención a hechos constatables, ya que lo contrario abre la puerta a la arbitrariedad y a la inseguridad jurídica, ambas enemigas acérrimas de la igualdad ante la ley. Incluso conduce a que puedan plantearse otras cuestiones, como por qué se otorga entidad normativa al sexo sentido y no a la edad o a la nacionalidad autopercibida.

Hasta tal punto llega el dislate que podría verse comprometido el buque insignia del feminismo identitario, la ley de violencia de género: aunque el art. 41 parece dejar claro que los efectos del cambio registral no alteran el régimen jurídico de las situaciones existentes con anterioridad a la modificación, existe una llamativa oscuridad en lo que respecta al estatuto legal aplicable con posterioridad. La deficiente técnica legislativa impide descartar que un varón autopercibido mujer pueda ser considerado víctima de un delito contra la violencia de género si es maltratado por su pareja o expareja -hombre- tras haberse hecho efectiva la alteración registral, accediendo así a una cantidad ingente de ayudas o prestaciones económicas. También le permitiría eludir esta respuesta punitiva –que determina un mayor reproche penal-, si el agresor fuese él.

«Que el mero deseo de un adolescente se erija en causa suficiente para institucionalizar un cambio de sexo me parece un disparate»

Esto lo han advertido tanto los órganos consultivos como no pocas asociaciones, pero todos sus apuntes y matizaciones a la ley han caído en saco roto. De la misma forma que el devenir de los acontecimientos ha demostrado las terribles consecuencias prácticas de eliminar la distinción entre abuso y agresión en los delitos contra la libertad sexual, la realidad evidenciará el tremendo error que conlleva la institucionalización del sentimiento que consagra la ley trans, unificando el «ser» con el «sentir», más aún teniendo en cuenta que la norma no contempla mecanismos para perseguir los fraudes en el cambio de sexo registral.

El desprecio por el interés superior del menor

Para ser una ley que otorga tanta importancia a la identidad sexual, banaliza hasta tal punto su trascendencia que permite a los menores de edad alterar su sexo biológico a efectos registrales sin más requisitos esenciales que su mera voluntad: a los que se encuentren en la horquilla entre los 18 y los 16 por sí mismos, y a los que estén comprendidos en el rango de entre los 14 y los 16, asistidos por sus representantes legales. Incluso los menores de 14 y mayores de 12 podrán hacerlo a través de un expediente de jurisdicción voluntaria (cuyos trámites son gratuitos y muy sencillos).

La adolescencia y la preadolescencia son etapas trascendentales en la conformación de la personalidad del ser humano, caracterizadas por la confusión y la inmadurez. Que su mero deseo se erija en causa suficiente para institucionalizar un cambio de sexo me parece un disparate. Me dirán que no es exactamente así porque, si es menor de 16, intervienen sus representantes legales, pero es que la propia ley contempla que la negativa del entorno familiar a respetar su identidad sexual se tendrá en cuenta a los efectos de valorar una situación de riesgo que habilite la intervención de la administración -esto es, de los servicios sociales. Así que el margen de maniobra de los padres o tutores resulta francamente escaso.

Pero mucho más alarmante que lo anterior es que la norma, en su artículo 19.2, permita las prácticas de modificación genital en los niños menores de 16 años y mayores de 12 siempre que, «por su edad y madurez, puedan consentir de manera informada, a la realización de dichas prácticas». El tránsito quirúrgico de un sexo a otro es un proceso tremendamente duro e irreversible, que mantiene a la persona medicalizada de por vida. Que a un adolescente al que, por la falta de madurez inherente a su edad, se le impide trabajar, consentir la práctica de relaciones sexuales, conducir o adquirir alcohol o tabaco, se le presuma el discernimiento suficiente para adoptar una decisión vital que marcará su futuro, no solo constituye una incoherencia interna de nuestro ordenamiento jurídico, sino una aberración insoportable que vulnera los derechos más elementales de la juventud y de la infancia.

Coarta la libertad de expresión

Si la vertiente más irresponsable de la ley la encontramos en la parte que atañe a las operaciones de cambio de sexo en los menores, la cara más autoritaria aparece en el apartado correspondiente al régimen de infracciones y sanciones: en nombre de la inclusión y de la no discriminación, se atenaza la libertad de expresión traspasando los límites que ya contempla nuestro ordenamiento jurídico (fundamentalmente, el honor, la intimidad y la propia imagen, que gozan tanto de protección civil como penal, así como los llamados «delitos de odio»).

Alguna de las multas que prevé la ley trans para sancionar las conductas infractoras son absolutamente desproporcionadas, pudiendo llegar hasta los 150.000 euros o, incluso, al cierre del establecimiento o el cese de la actividad económica o profesional desarrollada por la persona infractora por un periodo máximo de tres años.

«La claridad y precisión que se exigen en materia sancionadora brillan por su ausencia»

Como no podía ser de otra manera tratándose de este Gobierno, la claridad y precisión que se exigen en materia sancionadora brillan por su ausencia: se considera infracción muy grave algo tan genérico como la «victimización secundaria» o se tipifica como grave la no retirada de «expresiones vejatorias» de las redes sociales por parte de la empresa que presta el servicio «una vez tenga conocimiento efectivo del uso de estas expresiones». Yo sólo quiero recordar que hace apenas tres meses el Ministerio de Igualdad instó a una bodega berciana a retirar una valla publicitaria que mostraba un lienzo representado la espalda de una mujer en bikini mirando al mar porque «cosificaba a la mujer» y «perpetuaba actitudes discriminatorias». Así que ya pueden hacerse una idea de por dónde van a ir los tiros de los organismos de Igualdad a la hora de interpretar qué supone una vejación o una actitud o actividad discriminatoria.

La cuadratura del círculo la encontramos en el art. 62, que invierte la carga de la prueba si la persona demandante que alega discriminación por razón de su orientación, identidad sexual, expresión de género o características sexuales, «aporta indicios fundados sobre su existencia». Entonces corresponderá a quien se impute la situación discriminatoria demostrar que ésta no existió o que fue proporcional.

Mi conclusión tras repasar la ley trans es que nos encontramos ante un delirio mayúsculo, que me preocupa como ciudadana y como madre por el brutal impacto que tendrá en nuestro ordenamiento jurídico y en la vida de nuestros hijos respectivamente. La ideología se ha impuesto al sentido común mientras la oposición, en lugar de poner el foco en lo trascendental, se dedica a dar pábulo a bulos: aunque se lo hayan escuchado a Feijóo o hasta a algún presentador televisivo, no es cierto que la ley suprima el término padre del Código Civil, sino que añade al mismo la expresión «progenitor no gestante» para posibilitar la filiación no matrimonial a parejas del mismo sexo en los mismos términos que para las parejas heterosexuales. Cierto es que se trata de una manifestación de ese lenguaje inclusivo impostado y ridículo, pero se me antoja una nimiedad ante la enormidad de lo que representa el conjunto de la ley.

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