Ni sentimiento ni razón
«La llamada cultura de la cancelación es un oxímoron, que consiste en prohibir tácitamente primero y después mediante leyes la búsqueda de la verdad»
Escribía Milan Kundera, en La inmortalidad (1988), que Europa tiene fama de ser una civilización basada en la razón. Pero que, de igual modo, podríamos decir que es la civilización del sentimiento, porque creó un tipo de hombre, el hombre sentimental, al que el escritor checo denomina homo sentimentalis.
Kundera matiza que este homo sentimentalis no puede ser entendido como un hombre que siente, porque ciertamente todos sentimos, sino como aquel que ha hecho un valor del sentimiento. Y que desde el momento en que el sentimiento se convierte en un valor, todo el mundo quiere sentir; y como a todos nos gusta hacer ostentación de nuestros valores, tenemos tendencia a exhibir nuestros sentimientos.
Por supuesto, cuando Kundera se refiere a Europa, no hemos de atender solo al Viejo Continente. Hemos de contemplar un mundo mucho más amplio porque Europa ha tenido un fuerte influjo en todos los países que, en conjunto, hemos dado en llamar Mundo Desarrollado. En consecuencia, el hombre sentimental no ha quedado confinado en un mundo viejo, sino que se ha propagado por la modernidad. Es más, ha evolucionado y se ha convertido en la especie dominante.
En sí mismo, que el homo sentimentalis se haya convertido en dominante no es lo que más debería inquietarnos. Su ansiedad sentimental podría apaciguarse simplemente escuchando una hermosa composición musical, viendo una película emocionante o leyendo una novela romántica con la que derramar unas lágrimas. Pero el homo sentimentalis no se ha parado ahí. Su afán por exhibir su sentimiento lo ha empujado a apoderarse de la vida pública a través de la política, y convertir ese sentimiento en legislación, en leyes que, si bien no pueden obligar a todo el mundo a sentir lo mismo, nos someten a todos bajo un mismo yugo sentimental.
«Lo bueno siempre es escaso, por eso los héroes eran tan venerados. Sin embargo, el victimismo resulta sospechosamente prolífico»
El homo sentimentalis se ha propuesto dominar el mundo occidental —y podría parecer que a punto está de conseguirlo— no mediante la razón, desde luego, pero tampoco mediante un sentimiento verdadero, profundo y consistente, como el de nuestros ancestros, cuya demostración más sobresaliente y apreciada era el heroísmo, en revelador contraste con el victimismo imperante en el presente. Lo bueno siempre es escaso, precisamente por eso los héroes eran tan venerados. Sin embargo, el victimismo resulta sospechosamente prolífico.
Con todo, lo peor es que el fundamento que debiera anidar en ese supuesto sentimiento, motivarlo y darle sentido, es a la postre inexistente. Quiero decir que, en realidad, el homo sentimentalis no nos impone un sentimiento que, aun equivocado, sea auténtico. Lo que nos impone es el sentimentalismo como valor en sí mismo. Por eso, si el homo sentimentalis expresa sufrimiento, no debemos buscar y analizar sus causas, porque podríamos descubrir que este padecimiento no está justificado, que no le sucede nada especial; en definitiva, que no ha de soportar algo significativamente peor de lo que los otros muchos sobrellevan en silencio, con naturalidad. A esta negación lo llamamos cultura de la cancelación, un oxímoron, que básicamente consiste en prohibir tácitamente primero y después de forma expresa, mediante leyes, la búsqueda de la verdad.
Así, cuando una ministra declara pomposamente que gracias a que ella y a otras mujeres que han puesto sus cuerpos, hoy las mujeres disfrutan de una legislación que coloca el consentimiento en el centro, lo que hace es ocultar la realidad detrás de la emotividad de una expresión vacía y ridícula. Lo cierto es que su ley, además de ser una impostura y, por añadidura, un despropósito, la idea que la sostiene, que todas las mujeres son por definición víctimas, lo que hace es vituperar a las víctimas auténticas. Porque si todas las mujeres son por definición víctimas, entonces las víctimas que de verdad lo son dejan de ser víctimas. Lo mismo se puede aplicar a la ley trans. Si el género es algo auto percibido y ajeno al sexo biológico, y cualquiera puede migrar de un género a otro sin más requisito que su percepción del momento, el sufrimiento de quienes de verdad padecen la anomalía de la disforia se banaliza.
Como la utopía y el desencanto, el sentimiento y la razón se necesitan mutuamente para no descarrilar, pero, sobre todo, precisan de un umbral mínimo de verdad. Nadie debería poder elaborar leyes sin haber acreditado previamente que es capaz por sí mismo de reconocer algún aspecto del mundo real. De lo contrario, la arbitrariedad del poder será la consecuencia de todas las ocurrencias que no se asientan en ninguna realidad.
Denunciar la impostura del sentimentalismo es crucial porque, de lo contrario, podemos cometer el error de considerar que el sentimiento, el auténtico, es en sí mismo peligroso, que hay que proscribirlo, como pretenden quienes aspiran a planificar el futuro para evitar el apocalipsis, y que nuestro mundo puede y debe proyectarse exclusivamente mediante la razón. La razón, por sí sola, es incapaz de justificar sus razones. Tal pretensión no solo es imposible, dada la condición humana, sino que además es peligrosa. La historia nos enseña que los sueños de la razón pueden engendrar monstruos.
«Detrás de toda ingeniería social siempre se esconde una visión del mundo; es decir, un sentimiento»
Lo advertía Richard M. Weaver, en Las ideas tienen consecuencias (1948), «las personas solo razonamos sobre cualquier asunto si de antemano hemos sido llevadas a su esfera por un interés afectivo». Así, si el sentimiento que la origina es un sentimiento equivocado, la razón solo contribuirá a proyectar sus males. Y a la inversa, si el sentimiento es acertado, la razón se encargará de organizar y fomentar el bien. En cualquier caso, el razonamiento no se engendra a sí mismo. Nace del sentimiento, por más que aquellos que, en aparente oposición al homo sentimentalis, se arrogan la facultad de anticipar y planificar el futuro, pretendan convencernos de que sus propuestas son absolutamente racionales y desapasionadas. Detrás de toda ingeniería social siempre se esconde una visión del mundo; es decir, un sentimiento.
Así pues, conviene desconfiar tanto del homo sentimentalis como de aquellos que nos prometen un mundo basado exclusivamente en la racionalidad, porque detrás de toda razón siempre, siempre, siempre hay emboscado un sentimiento. Esta circunstancia ha acabado manifestándose en Occidente tras décadas de una supuesta política basada en la evidencia que, promovida por determinadas élites y expertos, ha resultado estar más basada en el sesgo de confirmación que en la evidencia.
Curiosamente, tanto el homo sentimentalis como los abanderados de la razón han acabado cooperando y reforzándose mutuamente, conduciendo nuestro mundo al borde del caos. Unos porque con su exhibicionismo han banalizado el sentimiento. Los otros porque han prostituido la razón. Entremedias de ambos, sin embargo, se encuentran los más peligrosos. Los que no tienen reparos en aprovecharse de la necedad exhibicionista de nuestro tiempo y de la perversión de la razón para perpetuarse en el poder.