Corrupción fea
«No es la corrupción sofisticada del sanchismo, sino la zafia del ‘caso Gürtel’ o los ERE. Y eso para un líder cuya ideología es su imagen es algo inaceptable»
Pedro Sánchez llegó al Gobierno hace cinco años tras una moción de censura contra la corrupción del PP. En su discurso en el Congreso, el 31 de mayo de 2018, el por entonces líder de la oposición mencionó la palabra «corrupción» 19 veces. «Quiero invocar el auténtico patriotismo cívico de esos hombres y mujeres que se esfuerzan por luchar contra la corrupción». También recordó el 15M: «Un país de oportunidades para quienes salieron a las calles gritando contra la indignación y que hoy no se resignan a sufrir un gobierno manchado por la corrupción». Durante los años del Gobierno de Rajoy, justo después de la crisis de deuda de 2011, se abrió una brevísima ventana de oportunidad para el reformismo en España. No es porque el Gobierno fuera especialmente reformista, sino porque la Gran Recesión y sus consecuencias cambiaron el debate público: discutíamos sobre reformas institucionales, incentivos, transparencia y contrapesos. Pero cuando Sánchez venció la moción de censura, ese debate desapareció. Derrotado Rajoy, derrotada la corrupción. El presidente cambió el «reformismo» por la «dignidad», un concepto mucho más ambiguo y maleable: digna sería toda acción que realizaba el líder. Y todo solucionado.
Varios años después, el presidente que surgió contra la corrupción no solo no hizo más por luchar contra ella sino que la volvió más sofisticada. Puso a su exministra de Justicia como fiscal general, colocó a afines en empresas estatales o con participación estatal, batió récords de usos de decretos leyes, incumplió como ningún otro Gobierno las leyes de transparencia. Y finalmente acabó modificando el delito de malversación para beneficiar a los independentistas, cuyo apoyo parlamentario le resulta imprescindible. (Como ha escrito Daniel Gascón, es «una ley para la casta»).
«La corrupción en el sanchismo es más sutil: consiste en una degradación y ‘privatización’ progresiva de las instituciones»
Todo esto, para muchos antiguos reformistas, no es corrupción. No se produce en reservados, entre el humo de los habanos. Los corruptos aquí no son tipos engominados como Bárcenas. La corrupción en el sanchismo es más sutil: consiste en una degradación y privatización progresiva de las instituciones. Y sobre todo se produce a la vista de todos: el nombramiento de la exministra de Justicia como fiscal general fue algo defendido en la radio por el presidente, la reforma del delito de malversación fue también algo publicitado.
Es algo que ha cambiado con el caso Mediador que acaba de desvelar la prensa estos días (no tiene mucha sofisticación: un diputado del PSOE, ahora exdiputado, estableció un sistema de cobro de mordidas y extorsión a empresarios). Es un caso de corrupción de los de toda la vida, a la antigua, con prostitutas, empresarios, hoteles y reservados, un guardia civil… Según Iñaki Ellakuría, esta trama «difícilmente pudo operar sin la aquiescencia o, al menos, la mirada voluntariamente distraída de miembros de la estructura de organización con la que cuenta el PSOE». Es verdad que el PSOE bajo el sanchismo es una máquina bien engrasada; el presidente se preocupó por purgar a los disidentes y tiende al micromanagement. Sea como sea, es un caso feo de corrupción; quizá no tanto por su magnitud como por su estética. No es la corrupción sofisticada del sanchismo, sino la zafia del caso Bárcenas, Gürtel o los ERE. Y eso para un líder tan preocupado por su imagen (cuya ideología es su imagen: alguien moderno y joven y guapo y europeísta y socialdemócrata, en un partido que quiere venderse igual), es algo inaceptable.