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Javier Benegas

Votar con los pies

«Nadie permanece en un país que cada día se desayuna con una nueva inseguridad jurídica y donde todo aquel con un capital, grande o pequeño, es un objetivo»

Opinión
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Votar con los pies

Rafael del Pino.

Todo lo que normalmente entendemos como un derecho legítimo deja de serlo en cuanto entra en conflicto con el poder político. Uno de esos derechos es el de votar con los pies. Precisamente lo que ha hecho una relevante multinacional española, Ferrovial, que ha decidido trasladar su sede fiscal a un país menos hostil.

Desde un punto de vista formal, no habría nada que discutir. Los directivos de Ferrovial están en su derecho. Mudarse a Holanda no es ningún delito. Es perfectamente legal. Sin embargo, desde el Gobierno se ha criminalizado está decisión, no en base a las leyes, sino a una supuesta moralidad, según la cual las empresas, que son entidades privadas y no públicas, no podrían ir y venir libremente, sino que sus accionistas deberían inmolarse junto con su país de origen. O, mejor dicho, deberían morir con su gobierno, como la corte del faraón que era enterrada en vida junto con su difunta divinidad.

Este argumento pone de relieve que, en España, ya nada separa al Gobierno del Estado. Gobierno y Estado son lo mismo. Y sobre esta aberración, que nos somete a todos, con nuestros cuerpos, almas y haciendas, manda la voluntad de un ungido por la gracia de un partido que, a su vez, también queda sometido a su voluntad. A esto han reducido nuestro modelo político no ya los camaradas del Partido Socialista sino los socialistas de todos los partidos.

Así, a la sentencia «todo dentro del Estado, nada fuera del Estado, nada contra el Estado», se añade el complemento «nada contra mi voluntad de poder», aunque la expresión «voluntad de poder» acuñada por Nietzsche suena demasiado solemne en este caso, porque más allá de las virtudes de la temeridad y la audacia, lo que nuestro ungido evidencia es un narcisismo tan colosal que afirmar que estamos a merced de un sociópata no es ninguna exageración. Al fin y al cabo, ¿qué otra cosa puede ser quien no solo carece de la más mínima empatía, sino que, mediante la mentira, convierte esta carencia en un acto de amor hacia sus súbditos?, ¿cómo, si no, se explica la infinita crueldad con la que este presidente nos empobrece para después abrir la mano y derramar unas limosnas? Salvando las distancias, me viene a la cabeza Amon Leopold Göth, ese personaje siniestro retratado en La lista de Schindler, que, cuando arbitrariamente perdonaba la vida a alguna de sus víctimas, se veía a sí mismo como un César generoso.

«España se ha convertido en una tierra sin futuro para millones de personas»

No, no me sorprende que quienes puedan, en este caso los directivos de una multinacional, decidan votar con los pies. Lo que me sorprende —en realidad, no, pero explicarlo daría para otro artículo— es que hayan tardado tanto en poner pies en polvorosa. De hecho, me pregunto por qué las demás grandes todavía no han abandonado la corte del faraón. Nadie en su sano juicio permanece en un país que cada día se desayuna con una nueva inseguridad jurídica, una nueva vuelta de tuerca tributaria y donde todo aquel con un capital, grande o pequeño, sea en forma de acciones de una gran compañía, o sea en forma de una vivienda principal y una segunda residencia pagadas con los ahorros de toda una vida, es considerado un objetivo legítimo, alguien al que expoliar y, si se resiste, convertir en víctima propiciatoria del resentimiento de una sociedad pedigüeña.

Afortunados los directivos de Ferrovial que todavía pueden mudarse a otro país. Otros, con muchos menos posibles, lo tienen bastante más complicado. Están atrapados en sus hipotecas, en las dependencias familiares o en la falta de recursos. Aun así, incluso ellos se lo han plateado. Porque no nos engañemos, España se ha convertido en una tierra sin futuro para millones de personas. Concretamente, para la mayoría de los que viven extramuros del Estado.

Por su parte, quienes en última instancia deben trasladar del cielo de las teorías a la tierra de los hechos las promesas del Estado también están, a su manera, envueltos en la desesperanza. Decía Nisbet que apenas podemos esperar que haya fe o interés por el progreso cuando hay capas cada vez más amplias de población envueltas en el sudario del tedio. Y en esa deriva estamos. Por supuesto, no me refiero a los más privilegiados, a los que, por la gracia del ungido de turno, obtienen a cuenta de los contribuyentes actuales y del endeudamiento de las generaciones futuras nóminas que superan o flirtean con cifras de seis ceros. Esos todavía le sonríen a la vida, especialmente a sus excesos, como el caso del Tito Berni ha puesto de relieve de forma tan insoportablemente cruda. Me refiero a esa enorme masa funcionarial mal pagada, en la que no solo hay demasiados ociosos, sino también jueces, policías, médicos, sanitarios, maestros…

«Media España abandonaría esta tierra ingrata, donde el pecado nacional no es la envidia: es el cainismo»

Sospecho que, si pudiera, al menos media España votaría con los pies, es decir, abandonaría esta tierra ingrata, donde, como me decía González Quirós, el pecado nacional no es la envidia: es el cainismo. Pero no puede ser. Hemos de quedarnos a esperar y cruzar los dedos para que el actual presidente se ahorque con su propio lazo. Porque, como explicaba, a propósito de la inconveniencia de una moción de censura, ese genio de Harvard llamado José Manuel García-Margallo, en España, para llegar al poder, no es necesario tomar la iniciativa, no vaya a ser que te comprometas a hacer algo que luego resulte inconveniente; quiero decir que no vaya a ser que subas al atril y prometas, por ejemplo, no subir impuestos y después, por no se sabe bien qué facturas en qué cajones, los subas como nunca y después, en lugar de disculparte, te jactes de haber adelantado a la izquierda por la izquierda.

Es significativo que Margallo, que según afirma podría estar ganando fortunas en la empresa privada —entiendo que con sede fiscal en Holanda—, se erija en la estrella televisiva que defiende el recambio por la vía del automatismo de la fruta madura, de ese heredar el poder porque sí, porque yo lo valgo. Visto lo visto, preferiría que Margallo no se sacrificara por nosotros, que se hiciera rico lejos de la política. Sería lo mejor para todos, para él y para nosotros. Porque, sinceramente, para el viaje que nos propone no se necesitan alforjas. Ese trayecto ya lo conocemos. Y dónde acaba, también.

Yo, que no he estudiado en Harvard, no sé si una moción de censura que aritméticamente está perdida puede tener alguna utilidad. Tengo opiniones encontradas al respecto. Pero, si se me permite escapar de la envolvente «moción sí, moción no», lo que no me parece muy útil es que unos y otros se empeñen en demostrar la desunión que hay más allá de este Gobierno. Aunque seguramente estoy equivocado. Sin embargo, lo que sí sé, o al menos eso creo, es que en algún momento alguien tendrá que contar las verdades del barquero; es decir, alguien tendrá que señalar no ya al sociópata que nos perdona la vida —eso va de suyo—, sino a un Estado que, lejos de servir a los ciudadanos, se ha convertido en su más encarnizado explotador.

Por supuesto, ese alguien deberá tener un gobierno en la sombra estudiando los problemas, consultando a los que crean riqueza, a los que trabajan y pagan impuestos, en definitiva, a los que habitan el mundo de lo real, para que, llegado el momento, España, el país que lo tenía todo para ser el mejor lugar para vivir, deje de ser ese país hostil en el que incluso las grandes empresas, hasta ayer tan condescendientes con el socialismo de la cucharada y paso atrás, votan con los pies. La pregunta que deberíamos formularnos es, por lo tanto: ¿existe a día de hoy ese gobierno en la sombra o seguimos en el vótame a mí? Quiero decir, ¿alguien está trabajando en un plan que apunte más allá de Sánchez y de los demonios de la izquierda?

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