El retorno de los brujos
«Hay gente con doctorados en lingüística que piensa que con eliminar las ‘malas palabras’ se acabaron los problemas que puedan connotar en según que contexto»
Insatisfechos con el resultado del caso Roald Dahl –del que finalmente harán convivir las ediciones limadas con las originales–, los nuevos puritanos enfilan ahora sus hachas inclusivas contra Ian Fleming y su James Bond, cuyas proezas rezuman testosterona heteropatriarcal. Como estas cosas me suben la bilirrubina, vuelvo al tema.
El problema no son las palabras, inocentes en sí mismas, sino el uso que de ellas se haga. En España, por ejemplo, se usa el sustantivo «puto» como un adjetivo calificativo aumentativo en ciertos contextos. Decirle a alguien que es el «puto amo del asado», como escuché ayer en una comida mientras el así nombrado sacaba del fuego primigenio pancetas chamuscadas, chistorras chispeantes y chuletones animalistas, no era con el afán de insultarlo, supongo, sino de elogiarlo en grado superlativo. Y bien merecido se lo tenía. En ese contexto, «puto» no tenía connotaciones despreciativas o sexistas. A diferencia del grito homófobo con el que en ciertos estadios mexicanos los más salvajes insultan al portero rival cuando va a despejar largo en un saque de puerta: «Puuuuuuto». Grito que ha merecido duros castigos de la FIFA cuando se repite en los partidos de la selección nacional. Y bien merecido nos lo tenemos.
Es decir, el problema no es la palabra «puto», sino el contexto en que se use y la intención con que se haga. Esta obviedad, que se llama arbitrariedad del signo lingüístico, parece estar en disputa. Que es como poner en duda la fuerza de la gravedad. La lengua es un instrumento neutral, que lo mismo escupe una catarata de prejuicios que esculpe un altar barroco de elogios con las mismas palabras.
¿Nos parecen Las aventuras de Tom Sawyer un libro racista con los valores de hoy? Muy fácil, solucionado: cambiemos «negro» por «afroamericano» y el asunto del racismo en el delta del Mississippi en el siglo pasado, que Twain desnuda y refleja en su obra, queda resuelto. El pensamiento mágico se ha apoderado el mundo. Es el retorno de los brujos. Esta puerilidad (perdón, niños, pero ya me entienden) es tan ridícula y obscena que no debería llevarnos más tiempo debatirla y, sin embrago, el asunto va a más cada día.
Hay gente con doctorados en lingüística que piensa que con eliminar las «malas palabras» se acabaron los problemas que esas palabras pueden connotar en según que contexto. Como escribió Pablo Boullosa con gran precisión y capacidad de síntesis: «Las lenguas evolucionan de manera espontánea, inconsciente, continua, sin esfuerzo del hablante y de manera desinteresada». Lo contrario, remataba, es el lenguaje inclusivo, que es «deliberado, consciente, disruptivo, conlleva esfuerzo del hablante y tiene fines ideológicos».
«No se acabarán ni los locos, ni los mancos ni los cojos por usar otras palabras para nombrarlos. Ni tampoco los estúpidos insultos a su costa»
Todo el esfuerzo es, además, inútil. Decirle a un enano «persona con talla baja» no cambia la realidad, solo la desplaza. Nadie gana centímetros con ello. Por lo tanto, falta muy poco para que, si ese término se consolida, cosa poco probable por la economía de medios que el hablante privilegia siempre, ese largo y tortuoso eufemismo también será visto, en el futuro, como un insulto, en tanto señala, denota, un rasgo físico distinto de la media, de la «norma». Es lo que Steven Pinker llama la «rueda de los eufemismos». No se acabarán ni los locos, ni los mancos ni los cojos por usar otras palabras para nombrarlos. Ni tampoco los estúpidos insultos a su costa. Tampoco al decirle a alguien «gurú» estamos insultando o apropiándonos irrespetuosamente de la sabiduría tradicional del hinduismo, como pide la guía del lenguaje inclusivo de la Universidad de Stanford, seguramente llena de genios matemáticos de la India. Pensamos en metáforas y cercenarlas como miembros gangrenados del habla es imposible, a menos que instalemos un policía lingüístico en cada cabeza (seguro que alguien ya se le ha ocurrido).
Reflexionemos en este aviso hipotético: «Los nuevos autores aceptados deberán enviar sus textos al tutor asignado». En lenguaje inclusivo deberíamos escribir algo así: «Los nuevos autores y las nuevas autoras aceptados y aceptadas deberán dirigir sus textos al tutor o tutora asignado o asignada». También se puede escribir así: «Los nuevos autores aceptados y las nuevas autoras aceptadas deberán enviar sus textos al tutor asignado o tutora asignada». También podría simplificarse, sin dejar de ser inclusivo, pero ya con alguna concesión machista, como la concordancia de proximidad: «Los nuevos autores y autoras aceptados deberán enviar sus textos al tutor o tutora asignado». ¿Nos parece tortuosos decir «los vecinos y las vecinas», «los profesores y las profesoras», «los alumnos y las alumnas»? Muy fácil, las guías (y guíos) del lenguaje inclusivo que empiezas a proliferar cono conejos (y conejas) nos proponen «vecindario», «profesorado» y «alumnado» con dos problemas nuevos: estas palabras también son de género masculino y no significan exactamente lo mismo. Igual que la «población madrileña» no es sinónimo estricto (nada lo es) de «los madrileños».
«Embajadores de la inclusión», «lectores sensibles», «manual de estilo del lenguaje inclusivo» son los eufemismos conque se enmascaran no sólo los nuevos censores sino los nuevos chamanes. Mientras el mundo se dirige a la catástrofe por la vesania de Putin en Ucrania y las viejas democracias son asaltadas por populismos iliberales, los bienhablantes dedican su tiempo a castrar lingüísticamente las ficciones de Twain, Dahl o Fleming. Que con su pútrido pan integral, enriquecido en siete cereales, se lo coman.
Pienso con creciente nostalgia en lo que Octavio Paz pedía a los poetas que hicieran con las palabras:
Dales la vuelta,
cógelas del rabo (chillen, putas),
azótalas,
dales azúcar en la boca a las rejegas,
ínflalas, globos, pínchalas,
sórbeles sangre y tuétanos,
sécalas,
cápalas,
písalas, gallo galante,
tuérceles el gaznate, cocinero,
desplúmalas,
destrípalas, toro,
buey, arrástralas,
hazlas, poeta,
haz que se traguen todas sus palabras.