THE OBJECTIVE
Javier Benegas

Feminismo, caos y poder

«A los ojos de los ciudadanos de a pie, casi todos los políticos parecen querer mandar sin cuestionar esa ilusión del poder que les está amargando la existencia»

Opinión
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Feminismo, caos y poder

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En los años 70 del siglo XX algunos pensaban que el enorme deterioro de la autoridad, entendida no como autoritarismo sino como ese orden lógico y necesario asumido de forma natural por las sociedades, abriría una nueva era de mayor libertad individual. Otros creían, por el contrario, que conduciría a la anarquía social y al caos moral, que es lo que hoy sostienen algunos conservadores y tradicionalistas de izquierda y derecha, a mi juicio, con una mirada tan corta que elevan a la categoría de intelectuales de primer nivel a personajes como Diego Fusaro, un tipo capaz de pronunciar sentencias tan reduccionistas como que el capitalismo odia a la familia, lo que viene a ser lo mismo que afirmar que los fabricantes de automóviles odian a las personas que padecen bronquitis. 

Robert Nisbet, mucho más sagaz que Fusaro, apuntó, sin embargo, que el vacío dejado por la Autoridad sería llenado por un ascenso irresistible del Poder. Nisbet intentaba advertirnos de que el paso previo imprescindible para que una sociedad acabe a merced del autoritarismo, primero, y del totalitarismo, después, es el caos. Porque el caos es el sustrato fértil en el que florece el poder y su más temible derivada: la arbitrariedad.

Descomponer los ideales de las sociedades liberales, fragmentarlos hasta volverlos no ya irreconocibles sino antagónicos entre sí es algo que los totalitarios, travestidos en salvadores de la humanidad y del planeta, llevan haciendo bastante tiempo, y lo han seguido haciendo hasta el presente a pesar de la caída del Muro de Berlín. Lo hacían antes y lo han podido seguir haciendo porque se refugiaron en las administraciones, la burocracia, las universidades, el llamado mundo de la cultura e incluso la ciencia, pero también porque recrearon una falsa sociedad civil que ha sabido orientar los recursos del Estado hacia la financiación de sus propósitos, mientras que la auténtica sociedad civil languidecía.

«Fragmentación a fragmentación, la reivindicación feminista ha derivado en un proceso caótico»

Apuntaba en La ideología invisible (2019) que uno de los ejemplos donde se puede apreciar con extraordinaria nitidez este proceso de fragmentación y caos es en la revolución feminista de principios de la década de 1960, un movimiento que rápidamente escapó al control de sus ideólogos. Ya en los años 70 se produjo la primera mutación. El feminismo se dividió en dos grupos antagónicos: el feminismo radical (Radfem) y el feminismo liberal (Libfem), esto es el feminismo de la diferencia y el de la igualdad. Más tarde surgió el transfeminismo (Transfem), que entiende el género como un sistema de poder que produce, controla y limita los cuerpos. A su vez, este transfeminismo dio lugar a la aparición del feminismo radical y transexclusivista (Terf) que es su antagonista. Paralelamente, además de la misoginia apareció también la transmisoginia, es decir feministas tránsfobas que rechazan a las personas transgénero. Así, paso a paso, fragmentación a fragmentación, la reivindicación feminista ha derivado en un proceso caótico en que las sucesivas identidades se desdoblan a su vez en otras que resultan antagónicas entre sí.

¿Dónde ha quedado la mujer en este proceso? En ninguna parte. Si cualquiera puede ser mujer y al mismo tiempo nadie lo es, porque el sexo biológico ha sido reemplazado, primero, por la idea del género como construcción social y, después, por la autopercepción de cada sujeto, la mujer como realidad desaparece. Entonces, ¿cuál es el sentido de este feminismo? ¿La promoción del caos? No, el caos no es el fin sino sólo el paso previo para que unos pocos, muy conscientes de los objetivos que persiguen, bien organizados y financiados manden sobre los muchos. Y puedan hacerlo cancelando la realidad, para que su poder sea absoluto. 

Estos nuevos totalitarios, que hemos criado entre algodones, no aspiran a erigir una simple dictadura sobre una montaña de eufemismos. Las dictaduras solían tener reglas que aun iliberales eran estables, previsibles. A menudo se inspiraban en teorías más o menos argumentativas. Vulneraban derechos fundamentales, desde luego, por eso eran dictaduras, pero bastaba con conocer sus reglas y cuidarse de no violentarlas para intentar sobrevivir. 

«Los ejemplos de antiguos izquierdistas que han pasado a ser señalados por el poder al que antaño sirvieron son innumerables»

El nuevo totalitarismo es mucho más temible. Su negación de las realidades más evidentes lo catapultan a una nueva dimensión donde ninguna regla es estable, de tal forma que el poder acaba teniendo vida propia. Algo que se hace evidente cuando observamos cómo los que, de una manera u otra, fueron sus ideólogos y aliados, han acabado o bien pidiendo árnica, o bien siendo sus víctimas, o bien ambas cosas a la vez. 

Los ejemplos de antiguos izquierdistas que, de un tiempo a esta parte, han pasado a ser señalados por el poder al que antaño sirvieron devotamente son innumerables. Alarmados, se rasgan las vestiduras y se desgañitan gritando aquello de «¡No era esto, no era esto!», sin entender todavía que, precisamente, el error original fue pretender proyectar su idea del bien a través de un poder transformador. Ahora, simplemente quienes venían detrás se han apropiado de sus artilugios y están llevando ese error hasta sus últimas consecuencias.

Pero la historia es larga y a todos alcanza. Quiero decir que hay otro error, un reflejo simétrico del anterior, que cae del otro lado. Y es que los adversarios también creen que es posible servirse del poder para proyectar su propia idea del bien. Ciertamente, cualquiera con ambición y determinación puede servirse del poder, pero al final siempre es el poder el que se sirve de todos. Y lo hace alimentando la vanidad, el deseo de mandar, de ser importante, de situarse por encima de la masa o, simplemente y más a menudo, prometiendo un mejor estatus social y material.

La creencia de que una persona o conjunto de personas puede conspirar el mundo o, en su defecto, definir el futuro de la humanidad, es una ilusión del poder. Lamentablemente, esta ilusión está muy presente tanto en los progresistas como en sus antagonistas. De ahí que unos y otros pongan tanto empeño en convencernos de que todo aquel que se opone a sus planes lo hace alentado por alguna suerte de conspiración; que todos los que cuestionan las bondades de transición energética o consideran que la «ciudad de 15 minutos» es una aberración, están manipulados por teorías conspiranoicas que circulan por Internet; o, al revés, que quienes promueven estas pésimas iniciativas obedecen a tres o cuatro supervillanos, cuando en realidad sirven a su propia vanidad, además de asegurarse el pan identificando problemas inexistentes para luego buscar soluciones equivocadas. Como ese politólogo que, recientemente, cuestionaba el examen MIR (Médico Interno Residente), porque, según afirmaba, las mujeres obtenían peores resultados que los hombres, cuando lo que debería centrar su interés es si esa prueba ayudaba o no a seleccionar los mejores médicos.

«Pretender gobernar a los demás, en el sentido de imponer tu visión, es un desvarío que no puede acabar bien»

Cuando Lord Acton dijo que todo poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente, seguramente se refería a que, si para todo hombre gobernarse a sí mismo ya supone un enorme desafío, pretender gobernar a los demás, en el sentido de imponer tu visión, es un desvarío que no puede acabar bien. Si acaso, tal desvarío alcanzará para que los nuevos mesías se regalen a sí mismos placeres mundanos, como, por ejemplo, asistir al Foro de Davos en jet privado o aprovechar la condición de diputado para irse de fulanas con el dinero de los demás.   

Se explicaría así, por ejemplo, que una tal Irene Montero, que aspiraba a ser el epitome del feminismo del siglo XXI, sólo haya conseguido, además de perjudicar a las mujeres, convertirse en una de esas señoronas a las que denostaba —dicho sea con todo respeto y cariño hacia las señoronas —, con chalet, un generoso guardarropa, asistenta, peluquero, chófer, tres hijos y una generosa nómina a cuenta del Estado. O que Pedro Sánchez, que se creía llamado a coronar las más altas cimas de la política, haya acabado dedicando todas sus energías a mentir para continuar de presidente un día más, mientras busca una salida internacional a la altura de su ego. 

Pero no son los únicos. A los ojos de los ciudadanos de a pie, casi todos los políticos parecen querer mandar sin cuestionar esa ilusión del poder que les está amargando la existencia. Tal vez sea esto, y no la ignorancia de la gente, lo que convierte las encuestas de intención de voto en un agua estancada sin apenas oleaje. Después de todo, para la inmensa mayoría, la mujer sigue siendo mujer y el hombre, hombre. Y defender esta realidad no requiere de grandes excesos o demostraciones culturales, tan solo u poco de coraje y honestidad. Quiero decir que, quizá, al común le resulta difícil decantarse entre tanto ilusionista, servidor del poder y devoto de sus propios intereses. 

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