THE OBJECTIVE
Dante Augusto Palma

El fantasma 'trans' en la máquina

«¿Por qué no admitir la autopercepción como criterio al momento de definir la raza/etnia, la edad y hasta incluso la nacionalidad?»

Opinión
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El fantasma ‘trans’ en la máquina

La ministra de Igualdad, Irene Montero, envuelta en una bandera 'trans'. | Europa Press

Un fantasma recorre Occidente: el fantasma del transgenerismo. Así podría rezar un eventual manifiesto queer para este siglo XXI donde las antiguas disputas se resignifican.

Si nos centramos en el caso español, junto a la ley del solo sí es sí, la denominada ley trans es una de las iniciativas gubernamentales que más controversia viene generando, tal como ha quedado evidenciado este último 8-M en el que dos bloques claramente diferenciados hicieron oír sus reivindicaciones. Si bien como sucede en otras partes del mundo, la agenda LGTB+ ha sido criticada por sectores de derechas, lo cierto es que, tal como reflejara Marcos Ondarra en THE OBJECTIVE apenas unas semanas atrás, son sectores feministas los que más advertencias están realizando sobre la incentivación a la hormonización temprana y sobre lo que eventualmente sería una suerte de sobrediagnóstico o, según ellas, un fenómeno de posible contagio social que se evidenciaría en comunidades donde las consultas de personas trans habría aumentado hasta un 10.000% en cinco años. 

Según estas organizaciones feministas, este fenómeno sería parte de una tendencia hacia el «borrado» de las mujeres que se observaría en toda una terminología que ha subsumido a las mujeres biológicas a categorías tales como «cuerpos gestantes» y/o «cuerpos menstruantes», nociones que apenas unos años atrás habrían sido consideradas insultantes y que, paradójicamente, en tiempos donde todo es una construcción social, suponen un reduccionismo ramplón a categorías biologicistas.  

Dicho esto, quisiera dar un paso más allá para hacer énfasis en un elemento que suele pasarse por alto en el debate. Me refiero a la que finalmente es la base, llamemos, filosófica del asunto, esto es, la idea de que la identidad de las personas depende de su autopercepción: se es lo que cada uno percibe ser

«¿Alcanza que una mujer biológica se sienta varón para que sea un varón?»

El hecho de que el criterio último para determinar lo que somos sea estrictamente subjetivo, surge de ciertas particulares relecturas de autores franceses y posestructuralistas no siempre del todo bien realizadas, por cierto. Pero también tiene antecedentes en el romanticismo y, sobre todo, en Descartes, el pensador acusado de ser «el creador del yo moderno» a partir del famoso «pienso, luego existo». 

Ahora bien: ¿alcanza que una mujer biológica se sienta varón para que sea un varón? La novedosa teoría queer diría que sí porque, al fin de cuentas, el género es una construcción social y en tanto tal se podría, para decirlo en los términos de moda, «deconstruir». 

Llegados a este punto aparecen algunas objeciones obvias. Por ejemplo: ¿por qué no admitir la autopercepción como criterio al momento de definir la raza/etnia, la edad y hasta incluso la nacionalidad? En otras palabras: ¿por qué es posible nacer biológicamente varón y autopercibirse mujer pero no es posible nacer blanco y autopercibirse negro (y viceversa)? Al fin de cuentas, si la biología no va a cumplir ningún rol, la raza/etnia sería otra construcción cultural posible de ser deconstruida. Lo mismo sucedería con la edad, elemento que más allá del dato objetivo de las vueltas que da la Tierra alrededor del sol, está cargado de aspectos culturales y simbólicos enormes en torno a qué es ser un niño, un joven, un adulto y un viejo. Por último, ¿hay algo más político que la nacionalidad? Sin embargo, al menos hasta ahora, la agenda progresista no acepta el criterio de autopercepción para estos otros aspectos que también resultan determinantes para la identidad de las personas. 

Con todo, todavía no hemos llegado al punto central: se dice que la subjetividad de las personas está determinada por múltiples dispositivos opresivos entre los que se puede mencionar el género pero también la clase social, la raza, etc. Esto significa que nuestro yo y nuestras decisiones están atravesadas por estos dispositivos por más que no seamos conscientes de ello. Marx, Nietzsche, Freud, Foucault, etc., son algunos de los grandes pensadores que observaron esto de una u otra manera desde sus propias teorías e hicieron grandes aportes en ese sentido. Sin embargo, la autopercepción respecto al género parece no estar sujeta a las determinaciones. Es como si de repente nuestro yo se despegara de sus ataduras y de sus condicionamientos para elegir completamente libre de su cuerpo y de su historia, en este caso, su género.

La identidad de género aparece así como una suerte de epifanía independiente de la materialidad del cuerpo, una revelación metafísica que irrumpe y que no admite determinaciones históricas; o, lo que es peor: una suerte de fantasma que está detrás del yo condicionado y que de repente se despoja de todo «rebelándose para revelarse». 

Esta idea de una identidad que prescinde completamente de la biología, nos remonta como mínimo al famoso dualismo del antes mencionado Descartes, el cual, como ustedes recordarán, afirmaba la existencia de dos sustancias completamente separadas: lo que podríamos llamar «el alma» o «la mente» (la «res cogitans»), y el cuerpo (la «res extensa»). La primera es esencial para determinar la identidad de la persona y es el yo el único que puede tener acceso privilegiado a esos procesos mentales; en cambio, el cuerpo está sometido a las leyes mecánicas de la física y no es más que una suerte de máquina que debe ser «animada» por el alma/la mente. Sobre esta base es que, de la mano de Gilbert Ryle hacia fines de los años 40, se dice que para Descartes el alma es una suerte de «fantasma en la máquina» y es esto lo que parece estar en los fundamentos de la teoría queer sin que muchos lo hayan observado.     

«El yo puede equivocarse siempre salvo cuando ‘decide’ qué es» 

Es más, en un tiempo donde se dice que Trump y Bolsonaro solo pueden ganar gracias a la manipulación realizada a través de fake news, la autopercepción para elegir el género permanece intocable y es incontrovertible. Nada ni nadie condiciona ni es capaz de manipular esa decisión; el yo puede equivocarse siempre salvo cuando decide qué es. 

El género, para una pensadora de la línea queer como Judith Butler, es una construcción sedimentada originada en una repetición de performances determinadas por el heteropatriarcado pero, de repente, como se puede observar en una noticia que ha circulado esta semana en diversos medios españoles, un nene de cuatro años cuyos padres dicen que actúa como mujer desde los dos años, es acompañado a transicionar por unos progenitores que dan por hecho que las manifestaciones de un ser humano de esa edad deberían ser controvertibles, salvo en lo que respecta a la identidad de género. ¿De dónde apareció ese yo en forma de niña oculta tan «claro y distinto»? No lo sabemos. 

Para concluir, entonces, nada de lo dicho aquí debiera entenderse como un argumento en contra de los derechos de las personas que forman parte del colectivo LGBT+; menos aún se trató de una reivindicación de la biología sin más por la sencilla razón de que entendemos que la biología no puede explicarlo y sobre todo porque, dicen, la biología se volvió de derechas. Simplemente se intentaron plantear algunas de las dificultades al momento de la justificación de la autopercepción como criterio definitivo; dificultades teóricas que, naturalmente, la política pasa por alto en su afán de sacar tajada apremiada por los tiempos electorales pero que es probable que a la larga vayan en detrimento de los sectores a los que se ha intentado ayudar. 

Un fantasma recorre Europa. Quitémosle la sábana y veamos quién está detrás. 

  

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