Los 'Lockdown files'
«Los mensajes del exministro de Salud británico, Matt Hancock, muestran que, como en todas partes, el Gobierno aprovechó la pandemia para controlarnos»
Matt Hancock fue el secretario de Salud del Gobierno británico entre julio de 2018 y junio de 2021. En esos tres años se produjo uno de esos terremotos de la vida en común que reclaman su espacio en la escritura del pasado. Un virus que transmite la muerte, creado en un laboratorio en China, extendido por todo el mundo, puso al Reino Unido ante varios dilemas de políticas públicas. Y en pleno temblor de tierra en las islas británicas, al mando del asunto, como gozne entre la política al máximo nivel y la gestión, se encontraba Hancock.
El diputado tory tuvo que dimitir después de que el diario The Sun mostrase que se había acercado lo suficiente a su asesora Gina Coladangelo como para romper tanto las normas de distancia interpersonal que él había impuesto para el resto de los británicos como el compromiso de fidelidad con su mujer.
En 2022, la periodista Isabel Oakeshott anunció que publicaría los diarios de Matt Hancock durante los meses de gestión de la pandemia. El libro, escrito a cuatro manos, se publicó en diciembre de ese mismo año. Finalmente no se basó en esos supuestos diarios, sino en un torrente de comunicaciones de Hancock con ministros, diputados, gestores…
El asunto pudo haber quedado en un libro más de un político hablando bien de sí mismo. Pero el pasado mes de febrero Oakeshott compartió con el diario Daily Telegraph unos 100.000 de los mensajes del político conservador. Con ellos, el diario ha publicado lo que se conoce como los Lockdown files.
Yo espero que todos esos mensajes recopilados, ordenados y puestos en su contexto por el periódico, se publiquen en un libro. Porque lo que están dejando ver describe los perversos mecanismos del poder con más exactitud que los tratados de política.
«Hancock sacrificó a una población vulnerable para alcanzar un número atractivo para la prensa»
Una parte de las revelaciones muestra, o ilustra, lo que ya sabemos; que en el Reino Unido, no a diferencia de lo que se hizo en España o en otros muchos países, se hizo una gestión contradictoria e ineficaz. En un primer momento, el Ministerio de Salud dijo que se trasladase a las residencias de ancianos a todo el que no tuviera síntomas o una prueba que diese positivo. Pero no era obligatorio hacerlas, de modo que el virus viajó de los hospitales a las residencias. Luego se arbitró que la prueba fuera obligatoria, pero sólo si la persona salía de un hospital. Cuando se extendió la obligatoriedad, el virus había afectado a cuatro de cada diez hogares.
Los mensajes de Hancock, ahora desvelados, muestran qué hay detrás de esa sucesión de decisiones estúpidas. El secretario de Salud se había fijado lograr un objetivo político que los medios de comunicación comprarían sin duda: alcanzar los 100.000 test diarios para la población general, y desviar la atención con los mayores podría retardar o condicionar su plan propagandístico. De modo que sacrificó a una población vulnerable para alcanzar un número atractivo para la prensa, pero para una población que sólo en parte lo iba a necesitar.
Hancock sabía que no había ninguna evidencia científica que justificase la imposición de mascarillas. Pero el Gobierno tory vio cómo el Gobierno de Escocia iba a imponer el uso de mascarillas en los colegios, y decidieron seguirle para evitar que «los padres ingleses se vuelvan locos», como dijo un alto funcionario. El Gobierno británico, y léase esta frase con el español o muchos otros como sujeto, la única ciencia que atendió es a la de las encuestas. En realidad, que en una democracia de masas se imponga la estupidez colectiva frente al criterio de los científicos no debería extrañarnos. Casi lo más chocante es que tanto los políticos como los votantes necesiten revestir sus prejuicios con el manto de la ciencia.
Más relevante es que la pandemia puso en manos de los políticos nuevos poderes. Unos poderes extraordinarios, que sólo se justifican por la emergencia de una situación de crisis, pero cuyo uso desborda el propósito inicial. Los políticos del Partido Conservador tuvieron una conversación sobre cómo podían utilizar las regulaciones anticovid contra Nigel Farage.
Y, por supuesto, los encierros. Siempre fue dudoso que los confinamientos fueran a ser útiles. Lo único seguro es que suponían un ataque a nuestra libertad, y que iban a provocar otros males económicos, pero también sanitarios. Con la perspectiva del tiempo, hemos comprobado que los confinamientos son un fracaso, y que la alternativa de permitir que los individuos decidan protegerse por sí mismos era mucho mejor.
Los Lockdown files muestran que el Gobierno británico no tenía un refrendo científico que le aconsejara imponer los confinamientos. El Gobierno de Boris Johnson actuó con una mezcla de indecisión y testarudez que no fue bien digerida por el público. En ese contexto es en el que nuestro hombre, el secretario británico de Salud Matt Hancock, dijo que deberían «frighten the pants off everyone with the new (covid) strain», que se puede traducir como «asustar a todo el mundo con la nueva cepa (covid)». Pero la mención expresa a los pantalones sugiere una traducción más escatológica.
«La mejor vacuna contra el desengaño es una sana actitud de desconfianza»
El objetivo de la política del miedo lo pone en bandeja su asesor de comunicación Damon Poole: «Sí, eso es lo que facilitará un adecuado cambio del comportamiento» de los británicos. Hancock pregunta, entonces: «¿Cuándo diseminamos la nueva variante?». Eso vale para el virus infeccioso y para el informativo, con la necesaria colaboración de los medios de comunicación. Por otro lado, el funcionario Simon Case dijo que el factor miedo/culpa era «vital» para «intensificar los mensajes» del Gobierno en la imposición del tercer confinamiento.
En pleno debate sobre la conveniencia de mantener o no el confinamiento, todavía en junio de 2020, James Slack y Lee Cain, del equipo de comunicación del Gobierno, advirtieron de que adelantar el fin de los encierros de la población era una medida «demasiado adelantada para la opinión pública». En noviembre del mismo año, el consejo del ámbito científico era que se debía relajar la medida de imponer una cuarentena de 14 días a los contactos de los casos positivos. Hancock lo rechazó porque hacerlo «implicaría que nos habíamos estado equivocando».
Todo este asunto muestra que el poder es más fuerte que el color político. Este afán desordenado e insaciable por controlar la población no proviene de un gobierno comunista o laborista, sino de uno conservador.
También muestra que la conspiranoica, en ocasiones, es un estado provisional entre el juicio político más razonable y la emergencia de los datos que lo corroboran. En realidad, había que hacer un alarde de voluntarismo, ceguera y pensamiento-Guadiana para no querer ver que aquí, como siempre, como en todas partes, el Gobierno ha aprovechado una coyuntura favorable para controlarnos. Y que la mejor vacuna contra el desengaño es una sana actitud de desconfianza.