THE OBJECTIVE
Javier del Castillo

Tres años de alarmas y silencios

«Sin entrar en errores, improvisaciones y responsabilidades del Gobierno, la pandemia ha vuelto a confirmar que somos más vulnerables de lo que pensamos»

Opinión
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Tres años de alarmas y silencios

Plaza de Sol durante el estado de alarma.

Aquel 15 de marzo de hace tres años las ciudades españolas amanecieron desiertas. En silencio. En un silencio roto de vez en cuando por las sirenas de las ambulancias y los coches policiales. El miedo al contagio nos dejó atrapados, encerrados en nuestros domicilios, mientras el coronavirus importado de China se llevaba por delante a decenas de miles de ciudadanos. Los médicos se convirtieron en héroes aplaudidos desde los balcones a las ocho de la tarde. Miles de ancianos se marcharon en soledad, sin el consuelo de un ser querido al que darle la mano o confesarle las últimas voluntades.

Desde las terrazas o asomados a los balcones, vimos pasar la primavera sin disfrutar de los olores del campo, sin ver anidar a los vencejos en las cornisas de las casas y sin poder escuchar el sonido del agua por los arroyos de algunos escenarios de nuestra infancia. Llegó el verano y el Gobierno anunció –aconsejado por un inexistente comité de expertos- la desescalada (también conocida como «nueva normalidad») y permitió cierta libertad de movimientos, con uso obligatorio de mascarilla y guardando siempre las distancias. 

Después de tres meses viajando de la cocina al comedor, del comedor a la terraza y de la habitación al cuarto de baño, había llegado la oportunidad de hacer viajes un poco más largos. Recomendables, eso sí, los desplazamientos a lugares tranquilos y con encanto del interior de España, donde sería menor el riesgo de contagio. Con un optimismo mal calculado, algunos paisanos de la Sierra Norte de Guadalajara llegaron a creer que gracias al coronavirus se volvería a llenar la España vacía. Como si los movimientos de población fueran tan sencillos o equiparables a los viajes de fin de semana. 

Tres años después del inicio de la pandemia, no han conseguido borrar de la retina imágenes terribles: hospitales desbordados, residencias abandonadas a su suerte, las pistas de patinaje del Palacio de Hielo de Madrid convertidas en una morgue gigantesca, los pabellones de Ifema –en los que meses antes operadores de muy distintos países promocionaban ofertas turísticas (Fitur)– transformados en hospitales de campaña…

«Nadie merece morir en soledad, pero menos lo merecía la generación que vivió la guerra de niños»

Pero también quedan en la memoria imágenes solidarias, emotivas y enternecedoras, como la del anciano con alzheimer de una residencia de Vigo que se asomaba a la ventana cada día a los ocho de la tarde con su armónica para agradecer los aplausos de la vecindad. Aplausos que suponía iban dirigidos a él y no a los médicos y enfermeras. Esa entrañable escena del abuelo haciendo sonar la armónica contrasta con la cruda y dramática realidad de miles de residentes agonizando en sus habitaciones.

Hay muchos ejemplos admirables, como el protagonizado por el alcalde de Alcalá del Valle, en Cádiz, que en los momentos más duros de la pandemia se puso a trabajar en la residencia de mayores de su pueblo porque se habían quedado sin empleados. O por no hablar de las donaciones de empresarios o de los servicios gratuitos de transportistas y otros profesionales que arriesgaron su salud para salvar la vida de otros ciudadanos.

Nadie merece morir en soledad, pero menos lo merecía la generación que vivió la guerra de niños o creció en un país hundido y devastado. Esos hombres y mujeres que sacaron a España adelante, superando rencores y afrontando calamidades. Esas personas que se privaron de casi todo para que sus hijos estudiaran y se enfrentaran a la vida mucho mejor preparados. 

Sin entrar en errores, improvisaciones y responsabilidades del Gobierno, una cosa está clara: la pandemia ha vuelto a confirmar que somos más débiles y vulnerables de lo que pensamos.

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