THE OBJECTIVE
Miguel Ángel Quintana Paz

Diez años del papa Francisco: luces, sombras y penumbras

«No creo que Francisco haya traído cambios significativos a la Iglesia. Si tras él llegase un papa muy distinto, no quedará mucho de su legado que pueda pervivir»

Opinión
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Diez años del papa Francisco: luces, sombras y penumbras

Max Rossi. | Reuters

Dos divertidos gazapos en los medios españoles acompañaron este lunes el décimo aniversario de la elección de Jorge Mario Bergoglio como ducentésimo sexagésimo sexto obispo de Roma. El titular del portal InfoCatólica rezaba: «Se cumplen cien años de la elección de Francisco como Papa». En el canal de televisión La Sexta, su locutora proclamaba que «su llegada como primer papa negro al Vaticano revolucionó la opinión pública».

No hace falta ponerse freudiano para constatar lo mucho que ambos gazapos nos revelan de sus emisores. Se diría que a un medio conservador como InfoCatólica este pontificado se le está haciendo larguillo, y de ahí su vacilación entre si llevamos con él ya una década o acaso una centuria. Por su parte, para los progres de La Sexta Francisco encarna sin duda un loable símbolo identitario, wokista, como lo fue en su día Barack Obama; tal vez habría sido exagerado anunciarlo como el primer pontífice no binario o trans, así que dejarlo en primer papa de raza negra revela, a la postre, cierta moderación.

Más allá de los traspiés de unos u otros, sí que es cierto que evaluar un pontificado como el actual entraña no escasas dificultades. La primera que me gustaría destacar es que son muchos (tanto dentro como fuera de la Iglesia) que malinterpretan lo que significa ser papa. Y las culpas son sobre todo del siglo XIX y del XX.

En el siglo XIX, con la emergencia y expansión de las ideologías políticas, muchos empezaron a considerar el catolicismo como otra más. Y si el catolicismo es una ideología, la Iglesia es entonces un partido político y, su papa, el líder máximo. Nadie se hace bolchevique en 1917 si no es para honrar a Lenin; nadie se afilia conservador británico en 1875 si no es porque le complace Disraeli. La consecuencia de esta errónea visión de lo católico es lamentable: así como en un partido político está mal vista la crítica al líder supremo (¡entorpece tanto su meta, el acceso al poder!), quienes vean el catolicismo bajo la perspectiva de una ideología aborrecerán también cualquier critiquita a su dirigente máximo, el sumo pontífice.

Hay que decir que uno de los aspectos loables de Francisco es que varias veces ha combatido este error. «Se puede criticar al papa, no es pecado», ha repetido. Junto con una advertencia: «Tengo alergia a los chupamedias» (que es como llaman en Argentina a los aduladores).

«No siempre Francisco se ha mostrado tan abierto a la crítica como proclama»

Bien es verdad, con todo, que obras son amores y no buenas razones. Y, por tanto, tras citar esa luz del pontífice, no solo nos tranquilizamos porque criticarle como ahora vamos a criticarle no es pecaminoso, sino que resulta inevitable mencionar su sombra: no siempre Francisco se ha mostrado tan abierto a la crítica como proclama. Bástenos recordar el caso de Bruno Forte, uno de los principales teólogos de los últimos lustros, arzobispo italiano, colaborador cercano del papa… hasta que en 2016 tuvo la ocurrencia de hacer una broma sobre sus métodos jesuíticos. Fue, ipso facto, apartado de todo encargo, toda confianza, todo ascenso. Bromear no siempre divierte a todos. Ser criticado, tampoco. 

Otra muestra de alergia papal a la crítica es el dineral que se gastó la Santa Sede en el segundo bufete de abogados más prestigioso del mundo, Baker & McKenzie. ¿Era para denunciar alguno de los miles de ataques contra templos católicos que se producen en el mundo? ¿Era para hacer frente a alguna de las calumnias que sobre la Iglesia se vierten día tras día? No, era solo para arrebatar a uno de los principales portales de información religiosa españoles, InfoVaticana, el derecho a usar tal nombre. Un poco como si el alcalde madrileño quisiese prohibirme llamar a un local de copas en Vitigudino «Bar Madrid». Aquellos fondos fueron a saco roto: Baker & McKenzie, junto con la Santa Sede, fracasaron en su empeño (que, es curioso, no tuvo correlato en denuncias similares a otros medios que usan el adjetivo «vaticano», como el portal Vatican Insider). Y a todos nos quedó la convicción de que la saña contra ese medio español se fundaba solo en su falta de complejos al criticar al sumo pontífice, más que en la obsesión con acaparar el adjetivo «vaticano» solo para sí.

Procede aquí recordar el segundo escollo que hoy dificulta comprender lo que es un papa. Se trata en este caso, como decíamos, de un obstáculo heredado del siglo XX. Antes de la invención de la radio, de los televisores, de internet o de los aviones, el obispo de Roma era para la inmensa masa de los católicos una figura lejana, por la cual rezar y poco más. De vez en cuando llegaba alguna bula, alguna encíclica, que nos recordaba su existencia; pero era ridículo pretender que te tuviera que «gustar» el papa, del cual apenas sabrías reconocer su cara por la calle; también era absurdo aspirar a comentar cada homilía que pudiera dar. Se podía ser un católico modélico en la Edad Media o Moderna sin tener opinión alguna del sumo pontífice; por no mencionar que, en lo que concernía a su gobierno mundano, podías incluso combatir contra sus tropas, como bien sabía el emperador Carlos V y sus lansquenetes en 1527. 

Todo ese mundo se ha puesto cabeza abajo hoy día. La mayoría de católicos conoce mejor al papa que a su párroco. Y, como vivimos en democracia, se nos induce una y otra vez a pronunciarnos sobre todo: junto con nuestras opinioncitas sobre el conflicto arabo-israelí, la capa de ozono y las últimas elecciones brasileñas, también se nos insta a valorar al sumo pontífice. Es más: si es posible, sobre cada uno de sus actos y dichos de ayer. Parménides y Platón estarían horrorizados ante esta pasión que tenemos hoy día por la mera doxa; Harry Frankfurt nos ha advertido que de ahí mana tanta charlatanería como nos circunda.

«A quienes nos importa la verdad estar opinando sobre cada cosita del Papa se nos antoja inane en comparación al catolicismo»

Ante esta nueva situación en que todos somos doxóforos, o portadores de opiniones, mucha gente piadosita cree que lo católico es que esas ideítas sean siempre favorables al papa; otros, que si desprestigian al papa, entonces también estarán desacreditando a la Iglesia. Ambos grupos se equivocan. El catolicismo, si es algo serio, es verdad. Y las verdades están por encima del papa, de Agamenón o de su porquero. Durante casi dos milenios se ha pensado, se ha escrito, se han elaborado todo tipo de reflexiones y argumentos sobre la verdad católica. Si mañana se descubriera que Jorge Mario Bergoglio es padre de cuatro hijos (el ejemplo no es descabellado, pontífices así ha habido), ello no restaría una coma a la verdad católica (aunque sí a la moral de Bergoglio). Si mañana el papa se liara a tortas con su asistente porque este se ha metido con su madre (algo que ya anunció en 2015 que sería capaz de hacer), ello no refutaría ninguna verdad de la Biblia, de San Justino Mártir o de San Buenaventura. En suma, a quienes nos importa la verdad, por mucho que le pese al siglo XX, estar atentos y opinando sobre cada cosita del papa se nos antoja inane en comparación al catolicismo. Y así debe ser.

Una vez descritas esas dos dificultades (una, heredada del siglo XIX, otra del XX) para hacer balance del actual papado, es ya hora de recordar las otras dos, más evidentes: la primera, que se trata de un papado muy controvertido, con fans y haters de lo más empeñados. La segunda, que ser papa significa ocupar un puesto insólito en el mundo, con tantas facetas que resulta inabordable ser lo bastante solvente como para evaluarlas todas: líder espiritual, dirigente eclesial, jefe de un Estado y su diplomacia, intérprete de la tradición y las Escrituras, predicador sobre moral y costumbres, redactor de textos doctrinales y pastorales, juez último en conflictos internos, mediador de conflictos externos…

En lo que resta de este artículo nos limitaremos, pues, al campo en que un servidor es menos ignorante: el filosófico. No quisiera con ello dar la sensación de que esquivo un juicio global de estos diez años de Francisco. Voy a ello: ni mucho menos me parece el mejor papa de la historia, ni tampoco me parece el peor. Ni siquiera creo que esté entre los veinte mejores; tampoco que esté entre los veinte peores. De hecho, creo que esta es una de las dificultades para entenderlo: dada la exagerada importancia que damos a nuestro presente, hay una tendencia a magnificar sus virtudes y defectos solo porque son los que tenemos más cercanos. Un poco como la mancha en nuestras gafas nos parece más grande que la lejana torre que divisamos a través de ellas. Nos cuesta conformarnos con tener un papa del montón. Pero lo más seguro (y lo estadísticamente más probable) es que sea así.

No, no creo que Francisco haya traído una «primavera a la Iglesia», como proclaman los más lisonjeros de sus partidarios (¿dónde está esa primavera, en un Occidente en que sigue abandonando la fe, una Hispanoamérica donde continúan quitándole fieles a la Iglesia los grupos evangélicos, y la fe crece en África o Asia sobre todo por mera demografía). Pero tampoco creo que sea un agente comunista, un antipapa o un enviado del Anticristo, como berrean los más histéricos de sus detractores.

«No creo que Francisco sea un pensador de altura, pero tampoco un tipo ignorante»

No creo que Francisco sea un pensador de altura (sus textos habrían pasado sin pena ni gloria de no haber sido designado papa; de hecho, no conozco a ningún estudioso que exaltase sus obras hasta hace diez años). Pero tampoco creo que sea un tipo ignorante (si sus obras son mediocres, lo son solo en la medida en que se integran en las mismas bibliotecas en que hay gigantes de la talla de un Escoto Eriúgena, un Santo Tomás de Aquino o, por citar también a pontífices, un Juan Pablo II o un Benedicto XVI).

No creo que Francisco haya traído cambios significativos a la Iglesia (más allá de la reforma de la Curia, que sí es un loable mérito suyo). Si tras su pontificado llegase un papa de carácter muy distinto, no quedará mucho de su legado que pueda pervivir. No ha hecho desarrollos doctrinales que hayan implicado giros de especial enjundia (escribir sobre ecología o criticar el capitalismo ya se había hecho con papas anteriores; decir que nadie sino Dios debe juzgar a gais o lesbianas es la misma idea que expresó Jesucristo cuando advirtió contra quien se dedica a condenar a los demás). Tampoco, por tanto, creo que haya alterado en nada terrible el legado de la fe.

Los sínodos (y no digamos ya ese trabalenguas llamado «sínodo de la sinodalidad») me parecen un entretenimiento curioso para parroquianos y gente con tiempo para ocuparse en las cosas eclesiales. Pero basta leer los documentos de ellos emanados para comprobar que no suponen un gran hito histórico de la Iglesia (y cuando intentan suponerlo, como en el caso de la Vía Sinodal alemana, chocarán con la autoridad papal).

Llegados a este punto, quizá el lector esté sopesando que, más que el propio papa Francisco, quien juega aquí a ser un tanto templado es el autor de estas líneas. Quizá le desmientan los últimos párrafos que ahora vienen, y que son, cumpliendo lo prometido, lo más relacionado con la filosofía de este artículo. Pues sí hay un asunto, que a algunos les parecerá solo gremial, en el que mi crítica al papa Francisco es neta. Un asunto filosófico. Un asunto en que Francisco fracasa de lleno al ejercer de contrapunto al mundo actual.

Estoy pensando en la posverdad. Empecemos por aclarar el significado de esta palabra, que muchos malinterpretan. «Posverdad» no constituye un nombrecito nuevo para las mentiras de toda la vida; no representa tampoco un término para aludir a la proliferación de falsedades y engaños por doquier. «Posverdad» alude más bien a algo que, por desgracia, nos es cada vez más familiar: esta época en que a casi nadie le importa qué es verdad o mentira, porque la diferencia entre una y otra nos ha dejado de interesar. En vez de lo verdadero, queremos saber qué es lo que defienden «los de mi tribu» o «el líder de mi grupo»: nuestras epistemologías, como detectó David Roberts, se han vuelto tribales. Nos parece hasta «pretencioso» aspirar a conocer la verdad sin más.

Un mundo de posverdad es un mundo donde un político (pongamos el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez) nos puede decir hoy algo y mañana lo opuesto. O peor aún: tanto cuando diga lo primero como cuando diga lo (contradictorio) segundo, cosechará el aplauso de los mismos fieles. Porque son eso, fieles al líder, no a la diferencia entre mentira y verdad.

«Un mundo de posverdad es un mundo poscristiano»

Un mundo de posverdad es un lugar donde se habla mucho, la charlatanería abunda: si no me importa la diferencia entre verdadero y falso, ¡es tan sencillo perorar! Ya hemos mencionado lo horrorizado que está Harry Frankfurt con todo eso, y cómo lo asocia a la manía democrática de opinar de todo y en todo lugar.

Un mundo de posverdad es un mundo poscristiano: si ya no hay verdad ni mentira, tampoco importa ya la diferencia entre un hombre, Jesús, que dijo que era la Verdad misma, y cualquier otra cosa: pongámonos a hacer reiki, viajes astrales o adoremos a la Pachamama, que todo da igual.

Y bien, ¿es Francisco un eficaz adalid contra este tiempo de posverdades? Como filósofo me temo que no puedo ver en él (¡y bien que me gustaría sumar aliados!) un compañero en tal batalla.

Ya no es solo que Francisco hable mucho, muchísimo, más que cualquiera de sus predecesores, y sobre cualquier asunto (suegras, virus, madres que paren como «conejas», economía…). Habla tanto que, hasta cierto punto, es comprensible esta costumbre, por él inaugurada, de escribir encíclicas… en que se cita sobre todo a él. Ahora bien, dice el refrán que quien tiene boca, se equivoca. Y quien tiene mucha boca, pues se equivoca mucho más. Esa locuacidad extrema de Francisco ya debería ponernos sobre aviso de un posible menosprecio al rigor de la verdad sola; y, por desgracia, tal aviso se constata a poco que nos fijemos más.

En efecto, Francisco ha difundido afirmaciones pasmosas tanto en términos teológicos como políticos o humanos.

En términos teológicos: que la Virgen no había nacido santa, que la multiplicación por Jesús de los panes y los peces no había sido un milagro, que no hay que hacer proselitismo, que la mayoría de matrimonios son nulos, que ser santo es vivir tu fe «sea la que sea, con coherencia» (conozco muchas fes que es mejor que la gente no viva con coherencia, la verdad)…

En términos políticos: expresarse primero contra la venta de armas a Ucrania, luego a favor,
sin reconocer ese cambio de idea o contradicción
; deshacerse en palabras biensonantes hacia dirigentes de países opresivos (como Cuba), pero ser mucho más duro con los de países democráticos (como EEUU)…

En términos humanos: decir que hablar mal de otros es «terrorismo» (convendría no banalizar un término tan serio); llamar «vieja» a Santa Teresa (sí, es un apelativo que no suena igual en argentino que en España, pero aun así quizá es excesivo el coloquialismo ahí); burlarse del cardenal Burke porque, tras no querer ponerse la vacuna de la covid-19, se contagió…

«Entre los miles de charlas papales muchos detectamos una y otra vez cosas asombrosas»

Todas estas afirmaciones controvertidas de Francisco han dado pie, por cierto, a la emergencia de un tipo bien curioso, incluso cómico, de católico: el abogado lingüístico-hermenéutico papal. En efecto, dado que entre los miles de charlas papales muchos detectamos una y otra vez cosas asombrosas, siempre surge en redes sociales o en el cara a cara el abogado lingüístico-hermenéutico. El que viene a aclararnos que en realidad no hemos entendido nada (él sí). El que nos reprocha que estamos malinterpretando al papa (él siempre lo interpreta bien). El que arguye que el papa tiene razón en todo todito lo que dice (nosotros, sin embargo, cuando detectamos esas cosas raras, o somos demasiado tontos o demasiado malotes, pero nunca tenemos razón).

Con todo, me temo que ni el más hábil de esos abogados lingüístico-hermenéuticos será capaz de salvar algunas de las contradicciones más pasmosas del papa. Tomemos la más reciente, por ejemplo: el pasado 8 de marzo aprovechó para unirse a la marea feminista del día y declaró que había que «ofrecer la igualdad de oportunidades a hombres y mujeres en todos los contextos».

Es imposible que al pronunciar esas palabras, el papa no recordara que hay un contexto, ¡bien cercano a él!, el del clero católico, donde los varones tienen ocasión de acceder y las mujeres no. No le importó. Cualquier hablante riguroso con la verdad habría hecho una aclaración al respecto (explicar esa excepción) o incluso algo más sencillo: evitar pudoroso el sintagma «en todos los contextos», que el papa sin embargo añade (¿por descuido?, ¿para quedar bien en ese 8-M?, ¿una mezcla de motivos?). Ese añadido vuelve, sin embargo, la contradicción más patente entre lo que el papa de veras defiende y lo que el papa afirma ahí. En tiempos de posverdad, algunos buscamos rigor y honrar a la verdad, toda la verdad, y solo la verdad, cuando se habla. Huir de las contradicciones. El papa, en cambio, prefiere unirse ahí a la deriva contemporánea de laxitud.

No es nada demasiado grave: desde que surgió el marxismo hasta que se denunció su carácter anticristiano también pasó cierto tiempo; desde que surge cualquier herejía hasta que se acota, también suelen pasar años o decenios. Quizá el problema esté en lo impacientes que somos algunos, que no soportamos más este clima en que nada es ya verdad ni mentira, y todo depende de cuán poderoso sea el que habla para que las cosas se acepten o no.

Pero, ya sea con este papa o con otro futuro, una cosa es segura: la posverdad es un problema de nuestro tiempo que urge atajar. Y estos últimos diez años no nos han ayudado a los que creemos que tal batalla se debe luchar.

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