THE OBJECTIVE
Ricardo Cayuela Gally

Ida Vitale come en casa

«A la ley Heisenberg de la teoría cuántica le corresponde la ley Vitale literaria. Su mayor preocupación, la música y el significado ambiguo de las palabras»

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Ida Vitale come en casa

La escritora uruguaya Ida Vitale. | Europa Press

Cuando empezamos a tener correspondencia, Ida Vitale ya rondaba los ochenta años, no había ganado ningún premio y vivía en Austin con su marido Enrique Fierro, que daba clases en la universidad. Empezaba a quedar rezagada de la discusión pública en México –donde trabajó con Octavio Paz en Plural y Vuelta–, por estar fuera, por ser mayor y extranjera, por no pertenecer a la universidad y por estar en una línea de creación y pensamiento ajena a capillas literarias y grupos de poder institucional o académicos. Era un electrón libre en el envenenado átomo de la república literaria.

En su Uruguay de nacimiento, del que se había exiliado en 1973, apenas había noticias de ella en la prensa. Estiraba los veranos en Montevideo, huyendo del frío, como una perfecta desconocida, distraída turista en su propia patria. Tenía, eso sí, pocos, pero fieles lectores que la seguían por sus libros de poesía y recopilaciones de ensayo raros, en editoriales independientes minúsculas y marginales, como suele ser la transmisión de la poesía. Libros de culto, para esa «inmensa minoría», más que títulos comerciales en las librerías. El destino normal de una poeta, ensayista y traductora de excepcional talento y pocas concesiones al mundanal ruido de la carrera literaria o la fama.

Nada hay más triste que las personas que se quedan congeladas en sus batallitas del pasado, pero no puedo evitar sentirme orgulloso de pensar que mientras fui el editor de Letras Libres siempre hubo un texto de Ida Vitale en sus páginas. Una reseña, un perfil, un poema, un apunte literario. Incluso tuvo una columna, con el apropiado nombre de «Los puntos o la ley de Heisenberg», en donde las ideas salían disparadas como liebres en cualquier dirección del campo literario. Textos en donde es imposible determinar al mismo tiempo la belleza de la factura verbal o la profundidad de la mirada. A la ley Heisenberg de la teoría cuántica le corresponde la ley Vitale de la teoría literaria. Su mayor preocupación, la música y el significado siempre ambiguo de las palabras.

«Verla recibir premios con más de noventa años, la lucidez intacta, incluso afilada, ha sido prodigioso. El secreto mejor guardado del mundo literario por fin se hizo público»

Nada me había preparado, sin embargo, para el impacto de conocerla en persona. Fue en el verano de 1999. Quedamos de vernos en las oficinas de la revista y de ahí salir a comer. La violencia del aguacero nos obligó a permanecer a buen resguardo en el restaurante El Convento de Coyoacán. Una conjura atmosférica para la tarde perfecta. Ida está poseída por la gracia verbal. La música de su conversación era el eco perfecto a la lluvia torrencial del Altiplano. Esta sinfonía la completaba los graves oboes irónicos de Fierro, truenos del pensamiento que opacaban los del exterior. En resumen, que nos hicimos amigos. A esa ecuación se sumó mi mujer, que multiplicó los afectos y las complicidades. Hemos sido leales a esa amistad por países, viajes, velorios, festejos y vicisitudes. Verla recibir premios con más de noventa años, la lucidez intacta, incluso afilada, ha sido prodigioso. El secreto mejor guardado del mundo literario por fin se hizo público. Galardones en cascada, imantados entre sí, que culminaron con el más importante de la lengua española, el Cervantes. «De pronto descubrieron que existo», decía con picardía cuando empezaba el reconocimiento.

Ida, acompañada de su hija, Amparo Rama, comió en nuestra casa el sábado pasado. La última vez que la habíamos visto estábamos saliendo de la pandemia de covid (que cruzó sin contagiarse). La mejor definición fue de mi hija María: «Está igualita». Ida, siempre igual a sí misma, siempre diferente. Bajó casi con saltos de pajarito –tiene nombre de ave del paraíso– los dos pisos que separan la calle de la biblioteca familiar. Verla discurrir por los libros fue una experiencia casi mística. Más allá del milagro de la genética, la sostiene una curiosidad intacta. Habló de Witold Gombrowicz y de Gerardo Deniz y de pronto dijo: «Qué curioso, ambos terminan en zeta».

«Nada hay más triste que las personas que se quedan congeladas en sus batallitas del pasado, pero no puedo evitar sentirme orgulloso de pensar que mientras fui el editor de Letras Libres siempre hubo un texto de Ida Vitale en sus páginas»

Durante la comida, dos pisos arriba, la plática iba de su abuelo masón que estuvo con Garibaldi a sus inicios como traductora del francés en plena segunda guerra mundial. Celebró el cocido y contó que en su casa, de niña, comían eso casi todos los días de la semana. El día que cocinaban pasta, una de sus tías –se crio en una familia de mujeres fuertes e independientes– solía decir con pena: «Cómo se extraña el pucherito». Tras los alimentos, su gran preocupación, genuina, era ayudar a levantar la cocina. En un momento de distracción descubrimos que llevaba larga tertulia felina con la gata, ambas cazadoras de erratas y erratones.

En un momento dado, se puso a (h)ojear el libro sobre la guerra civil La maleta mexicana que tenía por casualidad sobre la mesa del salón. Cada imagen de Gerda Taro, Robert Capa o Chin le traía un recuerdo, pero no literario, sino vital. Así, Rafael Alberti no era una foto antigua, sino el poeta que conoció en tal boliche de Buenos Aires junto a su mujer María Teresa León. La Guerra Civil la vivió en Montevideo, a través de la radio, y luego con los escritores del exilio.

Fue discípula de Juan Ramón Jiménez, que la incluyó en la antología de jóvenes poetas, y alumna de José Bergamín, del que se hizo muy amiga, pese a ser Bergamín «doblemente creyente (católico y comunista)» y ella doblemente atea. Estuvo casada en primer matrimonio con Ángel Rama (que murió en el accidente aéreo de Barajas de 1983, junto a Jorge Ibargüengoitia) y a su generación literaria en Uruguay, de la que también formaron parte Idea Vilariño y Emir Rodríguez Monegal, se la conoce como la de ¡1945!

Si el mundo es justo, en noviembre de este año Ida Vitale llegará a su primer centenario. Nicanor Parra, que llegó también llegó al suyo, dijo en un verso que la vejez tiene «alas de insecto». Aunque Ida tiene la luminosidad de las libélulas y la agudeza de las avispas, su vejez tiene alas de albatros, que «habita la tormenta y se ríe del ballestero».

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