La interdicción de la arbitrariedad del ministro Marlaska
«La sentencia del Supremo ha reparado una enorme ignominia autoritaria con la que el Ejecutivo trató de silenciar su imprudencia feminista el 8-M de 2020»
Es frecuente que los periodistas confundan la arbitrariedad con la discrecionalidad e incluso que se refieran a ambas figuras jurídicas indistintamente, pero la diferencia entre estos dos conceptos es especialmente relevante en el ámbito del Derecho Administrativo. Se trata de una rama del derecho cuyos fundamentos elementales sería aconsejable que manejase el grueso de la población, pues regula aspectos como las relaciones de la Administración con los ciudadanos o la organización y funcionamiento del marco burocrático.
Mientras que la discrecionalidad representa un espacio de libertad para la toma de decisiones que la propia norma confiere a los poderes públicos, la arbitrariedad situaría sus actuaciones al margen de la norma. O dicho de otra forma, mientras que las potestades discrecionales permiten al órgano administrativo competente elegir, de forma motivada, entre las diversas opciones jurídicas admisibles para dar cumplimiento al fin perseguido por la norma reguladora, la arbitrariedad supone que la actuación de nuestros gobernantes deba ajustarse al Derecho y a la Ley, expulsando así de nuestro ordenamiento jurídico los caprichos o los antojos.
La interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos es consustancial a los Estados liberales y democráticos de Derecho, se erige en uno de los principios garantizados por la Constitución -junto con el de legalidad o la seguridad jurídica-, y su control se encomienda al Poder Judicial y al Tribunal Constitucional, motivo por el cual los enemigos de la libertad y admiradores de las tiranías aspiran a controlar la justicia: las democracias fenecen cuando los contrapesos hacen seguidismo del poder y avalan todas y cada una de sus decisiones.
«El Supremo ha recordado a nuestros dirigentes que su mera voluntad no es fuente del derecho»
Que la Sala Tercera del Tribunal Supremo haya estimado el recurso de casación del coronel de la Guardia Civil Diego Pérez de los Cobos, revocando la sentencia Audiencia Nacional y confirmando la dictada por el Juzgado Central de lo Contencioso Administrativo número 8 el 31 de marzo de 2021, debería ser motivo de satisfacción para cualquier demócrata. Por un lado, porque ha servido para recordar a nuestros dirigentes que su mera voluntad no es fuente del derecho, ni tan siquiera cuando intentan imponerla en el ejercicio de una potestad discrecional. Por el otro, porque obligará a una sociedad apática instalada en la más absoluta indiferencia a rememorar uno de los tantos episodios despóticos a los que nos enfrentamos durante la pandemia: el cese por el ministro del Interior de un coronel de la Guardia Civil que se negó a informarle sobre una investigación judicial sobre la que tenía obligación de guardar secreto.
Efectivamente, por mucho que Grande-Marlaska mintiera entonces sobre las razones que propiciaron la caída en desgracia de Pérez de los Cobos, asegurando que ni él ni la Dirección General de la Guardia Civil habían intentado interferir en unas diligencias acordadas por otro poder del Estado y que la decisión obedeció a una decisión discrecional motivada por la mera pérdida de confianza, lo cierto es que el cese se debió a la negativa del coronel de informar del desarrollo de actuaciones que la titular del Juzgado de Instrucción número 51 de Madrid había encomendado a la Unidad Orgánica de la Policía Judicial (UOPJ) de la Comandancia de la Guardia Civil de Madrid en el marco de unas diligencias de investigación relativas a la autorización de las manifestaciones feministas del 8 de marzo.
Conviene recordar que todo se desencadenó tras filtrarse a la prensa un informe elaborado por esa Comandancia que concluía que «no se debería haber realizado ninguna manifestación/concentración de personas en la Comunidad de Madrid con motivo de la crisis sanitaria de la covid-19» pues «el Gobierno conocía ya desde el mes de enero la gravedad real de la pandemia por coronavirus». Según los autores del informe, el Ejecutivo «tenía datos objetivos suficientes derivados de las circunstancias concretas de cada caso para haber ponderado bienes y derechos protegidos en nuestra Constitución contando con tales datos desde la primera semana del mes de marzo de 2020».
«Marlaska trató de hacer pasar por discrecional un auténtico atentado contra la legalidad»
El ministro Marlaska, aplaudido por la corte de palmeros habituales, trató de hacer pasar por discrecional un auténtico atentado contra la legalidad a la que todos, incluido su Gobierno, estamos sometidos. Argumentó para ello que, si la confianza era motivación bastante para sustentar el nombramiento, la pérdida de la misma es suficiente para justificar el cese. Tratándose de un magistrado, resulta bochornoso que obviase deliberadamente que, en el ámbito de las potestades discrecionales, la fundamentación de la voluntad administrativa adquiere una importancia trascendental, pudiendo los tribunales reputar arbitraria no sólo las decisiones que carecen de motivación, sino aquellas que presentan una exigua o inadecuada. Como ha sido este caso.
La sentencia del Alto Tribunal que confirma la del Juzgado Central de lo contencioso ha reparado una enorme ignominia autoritaria con la que el Ejecutivo trató de silenciar su enorme imprudencia feminista y amedrentar a quienes cuestionaran el relato oficial que sigue asegurando que las manifestaciones del 8-M de 2020 que se alentaron desde las instituciones, con ministras sujetando pancartas y besando a los asistentes, no influyeron en la transmisión del coronavirus. El coste en vidas no se puede cuantificar y la causalidad es imposible demostrarla, pero el peso de la responsabilidad política debió de haber hecho caer a este Gobierno hace mucho, mucho tiempo. Aunque a estas alturas dudo ya que Grande-Marlaska vaya a dimitir o a ser cesado. Sus matones mediáticos verterán mierda sobre el Poder Judicial y a otra cosa, mariposa.