THE OBJECTIVE
Javier Benegas

La ley del embudo

«Nuestro Estado funciona peor que nunca. Y lo hace además con una impudicia inaudita. Por ejemplo, generalizando la exigencia de la cita previa»

Opinión
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La ley del embudo

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Arde París por un quítame de ahí ese par de añitos de más para jubilarme. Y aquí hay quienes contemplan las llamas de Francia con cierta envidia, porque por esos lares la gente todavía tiene la costumbre de amotinarse cuando cree que el gobernante actúa de forma inopinada. Comprendo esa envidia y hasta cierto punto la comparto, aunque me temo que en el fondo lo que están exigiendo los franceses es más dosis del veneno que los ha estado matando desde hace décadas, por más que, en efecto, Macron sea un canalla. En cualquier caso, si hay un país de Europa donde la paciencia debería haberse agotado, ese país es España. Sin embargo, a este lado de los Pirineos lo que impera es la mansedumbre.

Los números de España son tan tremendos, tan demoledores que no hay propaganda que pueda manipularlos. El Gobierno lo sabe. Por eso, si acaso, lo que pretende Pedro Sánchez con la generosa derrama de publicidad institucional en este año electoral es que los medios los hurten al público, que los ignoren o al menos los coloquen en segundo plano, detrás de la inmarcesible lucha contra el cambio climático, el feminismo de cuota, el género prêt-à-porter y la inacabable lacra de la violencia machista. Pero ahí estarán siempre para quien, como Ulises, se ate al mástil y tenga el coraje de afrontarlos desoyendo los cantos de sirena de un disparate llamado Agenda 2030, el Evangelio según Margallo. 

Somos el único país de Europa, junto con Alemania y Francia, cuyo PIB per cápita se desploma desde 2019. Claro que, mientras que en Alemania y Francia esta caída es del 0,1% y 0,3% respectivamente, en España alcanza el 2,3%. En cuanto al número de desempleados, según las últimas cifras publicadas tenemos 3,03 millones de personas en paro… a las que hay que añadir 1,07 millones de desempleados «excluidos» del paro y 1,1 millones de subempleados. Esto significa que de una forma un otra tenemos más de 5 millones de personas desocupadas. Los datos que referencio no son bulos del fascismo, son de Eurostat.

Ante cifras tan alarmantes, lo lógico habría sido liberar de cargas y obligaciones a empresarios, trabajadores y consumidores, para así tratar de revitalizar la economía, que es lo que han hecho casi todos los países occidentales, incluida la Portugal socialista. Pero no. En España se ha avanzado en la dirección contraria. La presión fiscal (ingresos tributarios/PIB) ha sido creciente y se ha situado en máximos históricos, superando el 42% del PIB, por encima del promedio de la UE. 

«En España, la presión fiscal es igual o mayor que la de los países nórdicos, pero el Estado, lejos de mejorar, flirtea con la debacle» 

Atrás quedan, pues, los tiempos en los que los estatistas de todos los partidos y de todas las covachuelas de lo público justificaban el déficit de nuestro Estado de bienestar y su mal funcionamiento en base a que nuestra presión fiscal estaba tres puntos por debajo de la media de la UE. Hoy ese diferencial no solo ha desaparecido, sino que se ha dado la vuelta, y sin embargo nuestro Estado sigue siendo deficitario, funciona peor que nunca y parece estar al borde del colapso, lo que deja en evidencia una de las mentiras más mostrencas y repetidas durante décadas, que aquí no se gasta ni mal ni demasiado, sino que se recauda poco. Ahora, en España, la presión fiscal es igual o mayor que la de los países nórdicos, pero el Estado, lejos de mejorar, flirtea con la debacle. 

Así es. Nuestro Estado funciona peor que nunca. Y lo hace además de forma indisimulada, con una impudicia inaudita, llevando la ley del embudo hasta sus últimas consecuencias. Por ejemplo, generalizando la exigencia de la cita previa para que las distintas administraciones, entidades y organismos públicos cumplan con las prestaciones y servicios que nos corresponden por derecho y, lo que es todavía peor, podamos cumplir en tiempo y forma trámites y gestiones que nos son impuestos por el propio Estado. 

Sin embargo, denunciar que la cita previa es inconstitucional es una broma, porque lo constitucional aquí importa una higa. Mejor afirmar sin ambages que el Estado y quienes lo dirigen y administran se han instalado en la ilegalidad con un cuajo que debería ponernos los pelos de punta. Ni siquiera hay opción al tradicional «vuelva usted mañana» porque las administraciones se han vuelto directamente casi inaccesibles en cuestiones tan básicas como solicitar el subsidio de desempleo o tramitar la jubilación. De los plazos disparatados de la Administración de Justicia o del matonismo de la Agencia Tributaria, que ha impuesto sus propias leyes, ni hablamos. 

Es bastante más que paradójico que todo esto suceda en el país de la Eurozona en el que más ha aumentado el número de empleados públicos y donde los trabajadores de las administraciones crecen 5,3 veces más que el total de ocupados. La cifra ha subido en casi 400.000 desde que Pedro Sánchez llegó al Gobierno, por lo que el actual presidente es sin duda el campeón del empleo público. Pero, cuidado, esta tendencia es de largo plazo. Aquí, en lo que se refiere a este asunto, el más tonto hace relojes. En cualquier caso, la pregunta pertinente, a propósito del constante aumento de servidores del Estado, es si estamos mejor atendidos. Por supuesto, es una pregunta retórica.

Pero, ¿acaso son estos gravísimos asuntos los que capitalizan el debate? En absoluto. Al Estado no se le puede pedir cuentas y, por tanto, tampoco a los que son uña y carne con él. Sucede justo lo contrario. Es el ciudadano común, el individuo el que constantemente debe demostrar su inocencia ante los tribunales de honor de una moral pública convertida en competencia del gobierno. ¿A quién le importa que un total de 13,1 millones de personas, es decir, el 27,8% de la población española, estén en riesgo de pobreza? El verdadero desafío de un país que se sitúa entre los mejores del mundo para ser mujer es el machismo estructural, la violencia de género y la brecha salarial. Y, claro está, la salvación del planeta. Así que no, el Estado no rinde cuentas. Es intocable, incuestionable, irreformable. Paga y calla.

Nos robaron la nación convirtiéndola en un Estado clientelar. Y ahora las elecciones no son más que el reparto de los despojos entre bandas. Así que, por supuesto, hay que plantear una moción de censura. Todas las semanas. Pero la moción a la que me refiero no se limitaría a echar al sociópata que ocupa actualmente La Moncloa. Tendría que ser una moción ubicua, como una bomba de racimo que explotara en todas partes, que ardiera como el fósforo blanco para que su luz cegadora fuera inapagable y nadie pudiera ignorarla ni aun cerrando los ojos. Una moción auténtica, descarnada, hiriente, acongojante. Que no solo interpelara al gobierno de turno sino a todos los españoles, de arriba abajo, o al menos a todos los que de alguna manera sean recuperables para la causa de la libertad y la verdad, que han devenido en sinónimos desesperados. 

Nada de subir a la tribuna a un hombre mayor, con el salvoconducto del viejo marxista antiamericano, para que su venerable ancianidad, sin necesidad siquiera de elaborar un discurso atinado, ponga en evidencia lo que ya sabemos: que los políticos actuales son, no ya intelectualmente una nulidad, sino una afrenta a la representación; meros empleados de las distintas confluencias de intereses que adoptan la forma de partidos pero que, en realidad, más parecen bandas de vividores de lo público, voluntariamente sometidos al autoritarismo rampante, que organizaciones abiertas que representen a los electores.

«Lo que revela esta extraña quietud española es que el populismo blando se ha impuesto»

Arde París no sin cierta dignidad, aun por razones equivocadas, mientras que en España hasta las hojas de los árboles parecen petrificadas. Lo que revela esta extraña quietud es que el populismo blando se ha impuesto. No es el populismo de asaltar los cielos, tampoco el que mira a Hernán Cortés con infantil nostalgia, los dos populismos sobre los que nos previene Cayetana, sino otro muy distinto. Un populismo ambivalente, de esto son lentejas, que o bien nos ofrece el socialismo de siempre, ese vivir todos a costa de todos a mayor gloria del que manda y su populosa clientela, o bien nos quiere sumisos, continuistas, y a cambio nos promete que la virgencita nos dejará quedarnos como estamos, como si tal cosa fuera a ser posible. Y en esta tesitura estamos los mansos españoles, abocados a elegir entre el inmovilismo o la sublimación de nuestros males. Colapsar a cámara lenta o hacerlo a marchas forzadas. Susto o muerte. 

Explica José Esteve Pardo que la frase «hay jueces en Berlín» se atribuye por una parte a un rey que la enuncia en tono displicente mientras que, en otras versiones, es la reivindicación de un humilde molinero ante el abuso del poder. Según qué versión sea la escogida, la frase adquiere un significado completamente distinto, y el control judicial del poder o bien se convierte en un mito, o bien en una esperanzada realidad. 

En el caso de España, podemos sustituir «jueces» por «políticos» y cruzar los dedos para que aún haya políticos capaces, con arrestos y decencia bastante y una parte del pueblo digna, como el humilde molinero, que se resista a los abusos de poder para poder salir de esta envolvente, proyectar una verdadera alternativa y darnos una oportunidad. Confío en que más tarde o más temprano así sucederá, aunque solo sea porque a la fuerza ahorcan. De lo que estoy seguro es que ninguna sigla obrará el milagro. Serán los nombres propios, los individuos, por encima o al margen del autoritarismo de sus partidos, los que podrán cambiar el signo de esta historia

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