La memoria y el olvido
«El poder borra la memoria que pone en duda los fundamentos de su propia identidad. También a veces intenta eliminar el recuerdo de lo que pudo ser»
El político socialista Raimon Obiols nos recordaba estos días, desde las páginas del digital L’Hora, que se han cumplido -el pasado 5 de marzo- 70 años de la muerte de Stalin. Obiols es un raro ejemplo (como lo fue en Mallorca Félix Pons) de político culto, capaz de pensar el presente con el aliento y la luz tenue –nunca mitificada– del pasado, aunque uno discrepe (y, a veces, mucho) de algunas de sus claves interpretativas. Hablo de una luz no mitificada porque el mito implica culto y misterio y, precisamente por eso, no resulta de interés para quien persigue el rastro huidizo de la verdad humana, siempre ensombrecida por el relato de los poderosos.
Los pequeños detalles: en su Apunte del día sobre Stalin, Obiols se ha fijado en las lágrimas del pueblo soviético que se acercaba al féretro para despedir al tirano, pero también en la rigidez facial de los jerarcas soviéticos. Destaca, presidiendo, la figura siniestra de Beria, que apenas tres meses después sería detenido, y ejecutado una semana antes de terminar el año. Poco después sería borrado de la historia por las nuevas autoridades del país, que lo eliminaron incluso de la Gran Enciclopedia Soviética. Se diría que el olvido forma parte de la reescritura. Quizás por ello sólo hay justicia si hay memoria. O, al menos, la memoria es condición necesaria para poder unir justicia y verdad.
«La política define lo que debe ser recordado y lo que debe ser olvidado»
Antes de seguir, una anécdota de interés marginal: el único recuerdo que guardo del funeral de Stalin, que por cuestiones lógicas de edad no viví, se lo debo a unas páginas de los diarios del pianista ucraniano Sviatoslav Richter. Richter, en cuya música aleteaba el diablo (eso dijo Celibidache de él, tras escucharle en Italia interpretando a Schumann); el hombre que caminaba solo, bajo la nieve, por el extrarradio de las ciudades y al que le gustaba bajarse del tren en cualquier pueblecito olvidado para ofrecer allí un concierto. Richter, el pianista más grande –que dijo, poco antes de morir, que no se gustaba a sí mismo– interpretó a Chopin en el funeral de Stalin. Y, al empezar a tocar, se dio cuenta de que el piano estaba desafinado, de modo que se levantó y empezó a afinarlo para asombro de las fuerzas de seguridad, que creyeron que estaba intentando activar una bomba oculta en la caja de resonancia. Nunca antes –aseguró– estuvo tan cerca de la muerte.
El rastro del terror no se borró al fallecer Stalin. Al menos, no enseguida. Se diría que ese rastro nunca se borra del todo para aquel que lo ha conocido. Vuelvo, sin embargo, a la memoria. Su drama es que no puede escapar de la política, porque esta define lo que debe ser recordado y lo que debe ser olvidado cuando resulte inquietante para el relato que sustenta a ese mismo poder. El poder borra aquella memoria que pone en duda los fundamentos de su propia identidad, ya sea una identidad de clase, religiosa, étnica o nacional. También a veces intenta eliminar la memoria de lo que pudo ser y no fue: la de la tercera España, por ejemplo, quizás un mito. O el caso de Beria –de quien Stalin dijo a Roosevelt que era su Himmler–, y sobre el cual Obiols plantea una hipótesis fascinante, siguiendo las huellas de la sovietóloga francesa Françoise Thom, quien en su libro Beria, le Janus du Kremlin sostiene que lo eliminaron por defender una especie de primera Perestroika, justo lo contrario de lo que siempre se nos ha explicado. ¿Liberó Beria –como indica Françoise Thom– a un millón de presos del Gulag tras la muerte de Stalin? ¿Deseaba una Alemania reunificada? El misterio Beria es el de la memoria y el de su reescritura. El olvido siempre tiene una intencionalidad. También ahora.