THE OBJECTIVE
Jorge Vilches

Se lo cargan todo

«Las izquierdas y los nacionalistas se cargaron la racionalidad jurídica, histórica y filosófica para primar las emociones y ya no tiene remedio»

Opinión
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Se lo cargan todo

Brézhnev y Honecker se besan en la boca en una famosa pintura en el Muro de Berlín. | Unsplash

Los socialistas y asimilados, incluidos los podemitas, tienen dos caras. En la oposición hacen demagogia y se manifiestan con su típica violencia verbal y física. Emplean su tiempo en imprimir pancartas y en practicar coreografías. Escrachean, rodean las instituciones y se enfrentan a la policía. Es el activismo como alma. Por eso Pablo Iglesias y su comparsa tiran la piedra legislativa tan alta como pueden, sin importar cuán estúpida sea la ocurrencia, solo para cargarse de argumentos cuando gobierne la derecha y vuelvan a la calle. 

La otra cara, la gubernamental, ha sido siempre un disparate. Mitificar ahora a Felipe González, el de los GAL y los mil casos de corrupción, es un chiste. Los tiempos de Zapatero fueron los más surrealistas de la historia de la democracia. Fue un tipo que sentó las bases de la ruptura del consenso constitucional que hoy sufrimos y de la crisis de 2008. Horrible, sí, pero nunca se vivió una etapa peor en la democracia como la actual. 

Estas izquierdas de la «coalición de progreso» se están cargando la esencia de la democracia; esto es, la neutralidad de la administración, el Estado de Derecho, la separación de poderes, el parlamentarismo como control del Ejecutivo, el respeto a la justicia, o la legitimidad del pluralismo político y del ejercicio de las libertades. Lo hacen con el mayor descaro posible para provocar y no importa el daño que hagan a la credibilidad del sistema.

«Cuando la legitimidad descansa en la finalidad y no en el procedimiento, mal vamos»

Pero no se confunda usted. No es que estas izquierdas tuvieran el objetivo último de destruir la democracia liberal. Es que su único proyecto político ha sido siempre conseguir y conservar el poder a toda costa. Y si para eso debe morir la esencia de la democracia, la matan. No importa la forma de gobierno, sino disfrutar del poder. Eso es lo que tienen las ideologías basadas en la moral, que acaban arrasando todo. Más claro: cuando la legitimidad descansa en la finalidad y no en el procedimiento, mal vamos. 

Ese es el problema, basar la política en la moralización de la sociedad y del Estado por el supuesto mandato del Santo Dios del Progreso. Una vez que se acepta dicho principio, comienza la pendiente hacia el autoritarismo. Ese camino de perdición me recuerda a cuando a Trotsky le preguntaban una y otra vez «¿Pero cómo dejó usted que se le fuese el poder de las manos? ¡Dejó que Stalin se erigiera en dictador!». Trotsky suspiraba, y tras dejar un lapso de dos segundos, repetía la explicación. El poder, como la democracia, no es algo que se caiga de las manos de forma súbita, sino poco a poco. 

Somos rehenes de los colectivistas. El nacionalismo y socialismo, incluso en su vertiente socialdemócrata, se acaban entendiendo porque tienen la misma matriz lingüística y de pensamiento. Son colectivistas y buscan que las personas asuman la identidad que les venden. Conciben la sociedad como una suma de colectivos que reivindican o hacen cosas. Por eso socialistas y nacionalistas acaban pergeñando alianzas efímeras contra el enemigo común, normalmente los liberales. En esa lucha, arrasan con la libertad.

En ese viaje se han cargado la Constitución y sus fundamentos. Uno dice que si se proclama la nación catalana desaparece la nación española, base de la libertad que tenemos y del propio texto, y sale el típico bobo llamándote «apocalíptico». Las izquierdas y los nacionalistas se cargaron la racionalidad jurídica, histórica y filosófica para primar las emociones y ya no tiene remedio.

«Lo que era un buen propósito -el feminismo- mutó en el juguete de una chiquillería absurda y justiciera»

Ahora se han cargado el feminismo. Una filosofía humanista, como la definió Clara Campoamor, que quería la igualdad legal y de oportunidades, se acabó convirtiendo en una excusa para la transformación política y la ingeniería social. Lo que era un buen propósito, nacido de la igualdad de los seres humanos con independencia de su biología, incluido el color de piel, mutó en el juguete de una chiquillería absurda y justiciera. 

No les bastó con cambiar la lucha de clases por la lucha de sexos para seguir con el negocio del victimismo y el conflicto, de las trincheras y la moral impositiva. Ahora han conseguido que no haya sexos, géneros, ni siquiera personas. Solo el Registro Civil. La existencia, el alma o la personalidad la hacen depender de un funcionario que registre nuestra voluntad. Si no pasa por el Estado no existe, y eso son palabras mayores para los colectivistas. Con ese borrado de las mujeres la lucha de sexos ha muerto, y eso desquicia a las feministas tradicionales, que habían basado su existencia en la diferencia genital.

Tienen lo que se merecen. El odio y la demagogia que sembraron se les fue tanto de las manos que ahora se lo reparten entre ellos, entre feministas totalitarias y las izquierdas cainitas. Para preponderar unos sobre otros arrasan con lo que haga falta, como dos borrachos que en el fragor de la pelea se tiran el mobiliario del bar. Nadie gana y el local acaba destrozado.  

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