Paseando muñecos: por qué hay que reírse de la Semana Santa
«No nos conformamos con el rechazo social, queremos el rechazo penal. Es una posición antidemocrática. Y desnaturaliza incluso nuestra relación con la religión»
Es un clásico de la Semana Santa. Las procesiones, las torrijas y el tuit de Carlos Herrera. En 2016, el presentador de la COPE tuiteó una foto de una procesión. Un usuario le dijo: «¿Ya estamos paseando muñecos?». El periodista le respondió: «Paseando a tu puta madre». Me parece una respuesta perfecta. Las bromas en las que se compara las procesiones con «pasear muñecos» o se habla de Jesucristo como un «zombie» son más rancias que cualquier procesión. Son de post-adolescente edgy o de fan de Pablo Iglesias en Twitter. En mi etapa Richard Dawkins, con 16 años, me hacían gracia. Ahora he madurado.
Pero no ser gracioso no es un delito. Y en España uno puede acabar frente a un juez por un chiste sobre el catolicismo. Fueron a juicio las organizadoras de una procesión del «coño insumiso», Willy Toledo se sentó en el banquillo (y pasó una noche en el calabozo) por escribir en Facebook «Yo me cago en Dios y me sobra mierda para cagarme en el dogma de la santidad y virginidad de la Virgen María», y más recientemente, en diciembre de 2022, la revista Mongolia recibió otra querella de la Asociación de Abogados Cristianos por una portada que se ríe del nacimiento de Jesucristo. Hay innumerables casos más.
Por este motivo el cómico Kike García, fundador de El Mundo Today, tuiteó el otro día lo siguiente sobre los chistes de la Semana Santa: «No solo estoy a favor, sino que creo que es necesario hacerlo. Es el mayor tabú de este país. El que más problemas me ha dado a mí personalmente. Hay que ir a tope a por los muñecos, lo siento mucho». Porque todavía es delito la blasfemia. O algo muy parecido a ella. El artículo 525 del Código Penal español dice que «incurrirán en la pena de multa de ocho a doce meses los que, para ofender los sentimientos de los miembros de una confesión religiosa, hagan públicamente, de palabra, por escrito o mediante cualquier tipo de documento, escarnio de sus dogmas, creencias, ritos o ceremonias, o vejen, también públicamente, a quienes los profesan o practican».
«La ofensa está en el ofendido, y eso es siempre demasiado subjetivo»
Como explica Víctor Vázquez, profesor de Derecho Constitucional en la Universidad de Sevilla, «el artículo 525 constituye un sucesor del viejo tipo penal de escarnio de la religión adaptado a las exigencias constitucionales». Es una blasfemia adaptada con calzador a una democracia liberal, en la que existe la libertad de expresión. Según Vázquez, este artículo «se trata de un tipo penal cargado de subjetivismo -se protegen los sentimientos-, en el que es complicado determinar la existencia real de un daño, y que, a su vez, exige un ánimo específico muy difícil de constatar en la práctica». Como ocurre también en algunos delitos de odio, la ofensa está en el ofendido, y eso es siempre demasiado subjetivo.
El artículo 525 del Código Penal promueve una visión de la sociedad peligrosamente punitivista, en la que la única manera que tenemos de canalizar los conflictos y la discrepancia es con el Código Penal. Como dice Jacobo Dopico, catedrático de Derecho Penal en la Universidad Carlos III de Madrid, «la idea de que todos los comportamientos socialmente indeseables han de ser delito nos habla de una sociedad casi anómica, en la que sólo existen dos tipos de conductas: las correctas y las punibles». No nos conformamos con el rechazo social, queremos el rechazo penal. Es una posición antidemocrática. Y consigue desnaturalizar incluso nuestra relación con la religión. Como decía Antonio Machado en Juan de Mairena, «la blasfemia forma parte de la religión popular. Prohibir la blasfemia con leyes punitivas, más o menos severas, es envenenar el corazón del pueblo, obligándole a ser insincero en su diálogo con la divinidad».