El Estado fanfarrón
«Nuestro Estado es incompetente porque se ha convertido en algo ingobernable; tanto por su tamaño como por sus compromisos se escapa a cualquier control»
Es difícil no reconocer un fenómeno muy preocupante en la historia reciente de España. Mientras el Estado no deja de crecer, la economía se estanca y tampoco disminuye la desigualdad. Tenemos un Estado, unos gobiernos, instituciones y administraciones públicas que consumen los recursos nacionales de una manera implacable, pero que, a cambio, no producen los beneficios que se pregonan a hora y a deshora.
Nuestro Estado es enormemente barroco, tiene decenas de miles de personas directamente dedicadas a la política de una manera profesional y vitalicia, salvo raras excepciones, y ese sistema se supone que gobierna con cierta eficacia a un conjunto de individuos que está muy por encima de los tres millones de empleados, entre funcionarios de carrera y contratados de toda condición, una cifra con muy poco parangón en el panorama internacional.
Se trata de un sistema que nos cuesta un potosí, no es nada barato porque, entre otras cosas, funciona con criterios en los que la frugalidad parece cosa de mal gusto y se las arregla para repartir de manera muy desigual sus beneficios: grandes facilidades para los allegados y «vuelva usted mañana» para los millones de parias que no conocen a nadie en ninguna parte, lo que le convierte en una máquina perversa de generar desigualdad. Todo esto resultaría comprensible y soportable si los ciudadanos tuviésemos la certeza de que este complejo tinglado de papeles y oficinas se esmera en hacer las cosas del mejor modo posible y que eso se nota en la vida cotidiana de todos y cada uno de los españoles. No hay muchas dudas de que no sucede así.
«El Estado es incapaz de reflexionar, de someter a escrutinio sus acciones»
Nuestro Estado ejerce todo tipo de tareas, cuya enumeración completa sería abrumadora, pero hay una función indispensable a todo organismo que se pretenda inteligente en la que es deliberadamente descuidado, pese a los numerosos organismos y entes que dedica, un suponer, a estudios del tipo más variopinto. El Estado es incapaz de reflexionar, de someter a escrutinio sus acciones, por eso es fanfarrón, presume de hacerlo todo bien y cuando resulta ser evidente que eso no es así siempre inventa mil excusas, expedientes y argumentos, por llamarlo de alguna manera, para echarle la culpa al empedrado. El Estado nunca se equivoca, jamás hace nada mal y, en consecuencia, está dispensado de corregirse.
En este sentido, la democracia, que podría haber servido para controlar los excesos y corregir las desviaciones, se utiliza exactamente para lo contrario, para cubrir con el argumento de la legitimidad un número muy amplio de ineficiencias, tropelías y disparates. La ideología política funciona como un agravante del caso porque unos y otros se empeñan en contarnos que la función redistribuidora del Estado es innegociable y ese dogma sirve para ocultar las disfunciones y los fallos del sistema bajo un piadoso manto, amén de para pedir más madera, porque todos los males concebibles se atribuyen sin pestañear a una única y diabólica causa, a la escasez de recursos y de ahí la necesidad de gastar más y reclutar nuevos efectivos.
En estas estábamos cuando nos ha sorprendido el embargo inglés y australiano de bienes españoles a consecuencia de sentencias contra el incumplimiento por nuestro gobierno de los acuerdos con los inversores en energía solar. Se trata de un importante aldabonazo sobre la completa ausencia de sentido de la responsabilidad de dos gobiernos de distinto signo y es, por ello, un asunto del que habría que sacar lecciones importantes.
En primer lugar, es evidente que resulta muy peligroso que los gobiernos se dediquen a promover desaforadamente tecnologías que están de moda, como ocurre ahora con las baterías y los coches eléctricos, sin considerar para nada los posibles costes de un fallo en las previsiones, pese a que se hable sin parar de sostenibilidad. Por otra parte, el embargo de bienes españoles en el exterior es una lección para los gobiernos que crean que pueden hacer lo que les venga en gana sin respetar la ley, los acuerdos y los compromisos adquiridos, y es muy grave que en este caso lo haya hecho un gobierno que se supone era conservador, o algo así, como fue el de Rajoy.
Ahora tenemos que pasar por la vergüenza de que nos intervengan los bienes del Instituto Cervantes en Inglaterra y las instalaciones e inversiones de Navantia en Australia y vaya usted a saber qué más bastonazos nos van a pegar las distintas cortes de justicia a las que se van a acoger los miles de timados por unos gobiernos que ni supieron pensar con calma cuando se las prometían felices situándonos en la Champions de la tecnología más ecológica que quepa pensar y ganando en listeza al mundo entero (Zapatero), ni supieron apechar con las consecuencias económicas de esos errores (Rajoy) sin reparar en que las costas no solo supondrían miles de millones de euros en indemnizaciones sino una seria advertencia a cualquier inversor extranjero que tenga la tentación de imaginar que en España se podrían hacer negocios con tranquilidad.
Nuestro Estado fanfarrón es, sobre todo, un Estado incompetente y lo es porque se ha convertido en algo ingobernable; tanto por su tamaño como por sus compromisos se escapa a cualquier control y mientras esto no cambie, seguirá dándonos sustos, un día tras otro. Basta recordar que en la pandemia no fuimos capaces ni de dar unas estadísticas de fallecimiento fiables como para pensar en que lo seamos para articular una política industrial verosímil o para rectificar la tendencia al empeoramiento de la sanidad, la educación, la investigación o las universidades. Y, sin embargo, tendríamos que hacerlo porque alguna vez se acabará la época del dinero fácil, la inflación que enriquece a las haciendas públicas y la misericordia europea con nuestras vergüenzas.
Llevamos muchos años de políticas quijotescas, de jueces dispuestos a implantar la justicia universal desde sus desordenados e ineficaces despachos, de gobiernos que creen ser el juez de la horca. Somos campeones en asuntos tales como las políticas de género, el ecologismo más empeñado y manirroto o la edificación de una memoria histórica democrática, asuntos todos ellos de una exquisitez sin tacha. Pero no somos capaces de mejorar políticas que afectan a las mayorías, seguimos reprochando a los empresarios que generen beneficios, pagamos miserablemente a nuestros investigadores, lo que impide cualquier progreso que no se pague a precio de oro, y nos olvidamos de exigir a los gobiernos de que nos den cuenta del dinero que nos retiran del bolsillo, cada vez, por cierto, de manera menos amable y más irregular.
El Estado fanfarrón es como el lobo de Caperucita y nosotros todavía no nos atrevemos a sospechar ni de su infame aliento ni del horrible tamaño de sus dientes, y así marchan las cosas en la ciudad alegre y confiada.