Sobre la poesía que no se entiende
«Los poetas malos dicen una cosa, simple y mal, pero por lo menos la dicen. Hay por ahí poetas consagradísimos que jamás han acertado a decir nada relevante»
Hace muy pocos días, en su muro de Facebook, el escritor Juan Vico, con toda la razón del mundo, afirmaba que «hay muchas posibilidades de que un poema que se ‘entiende’ a la primera ya no tenga interés a la segunda».
Es radicalmente así, amigo Vico, pero ese asunto daría para mucho. Por ejemplo, para que esa arremetida contra los «poemas de usar y tirar», siempre pertinente, no implique una defensa de los poemas que jamás se entenderán porque no hay dios que pueda entenderlos (ni siquiera sus «iluminados» autores).
No es malo, desde luego, que un poema no se entienda a la primera. No pasa nada grave ni hay que preocuparse si hay un poema que no entiende la gente no acostumbrada a leer poesía (hay amigos que no entienden mis poemas, cuando son del tipo: «una barca en la orilla / mientras el sol se va, / ¡qué tarde más bonita!»…). Es casi necesario, incluso, que un poema jamás acabe de entenderse completamente, que siempre albergue zonas de misterio, que cambie de sentido en cada lectura, que sea, en fin, un poema inagotable, un poema al que poder volver. Pero si un lector frecuente de poesía cuyo idioma materno sea el español no entiende tras varios intentos un poema escrito originalmente en su idioma, entonces lo siento mucho pero la «culpa» no es de lector, la «culpa» es del poema.
Ya he dicho alguna vez por aquí que el prestigio de muchos poetas descansa en el hecho comprobable de que nadie los lee. Ahora añado que la buena fama de muchos poetas incomprensibles se debe a la vergüenza que provoca en muchos reconocer que no se les ha entendido ni por aproximación. Como nadie lo admite, por temor a pasar por tonto o por poco formado, la gloria de los bluffs se perpetúa. Y si alguien, por lo que sea, pone en duda que allí haya nada de valor, entonces tendrá que soportar cómo se le mira con desprecio. Es una técnica casi infalible para desenmascarar a los poetas estafadores (y, de paso, a los cretinos): ver con qué cara te miran cuando les dices que un poema suyo no te ha impactado, no te ha llegado, no lo has comprendido.
Estar frontalmente en contra de la poesía plana o superficial, o de los detestables poemas-chiste, no implica renegar de la poesía inteligible, y yo, que cada día siento más desapego por lo «conversacional» y me atrae o me estimula lo «difícil», espero no dejarme engañar jamás por ninguno de esos poetas a los que no se entiende no porque su palabra sea exigente o compleja, sino porque, en el fondo mucho más planos que sus «rivales», nunca hubo nada que entender en ellos, dado que se trata de palabrería hueca y estéril arrojada a los incautos, pura cháchara vacía expresada además con odiosa solemnidad.
Los poetas malos sólo dicen una cosa, y muy simple, y la dicen muy mal, pero por lo menos dicen esa cosa. Hay por ahí poetas consagradísimos y reclamadísimos que jamás, ni por casualidad, han acertado a decir nada relevante, nada informativo, nada conmovedor. Lo decía Tomás Segovia hablando de Alberti: «No es gran poesía, pero es poesía». Y eso, añado yo, ya es mucho, muchísimo, algo cada vez menos frecuente (y también, de paso, recuerdo el juicio sumarísimo que hizo Juan Ramón Jiménez de Pablo Neruda: «un gran mal poeta», cuatro palabras exactas que valen por cientos de gruesas tesis doctorales).
Quiero decir que, entre dos poetas como Miguel d’Ors u Olvido García Valdés, tan prestigiosos ambos como irrelevantes, yo prefiero al primero, que por lo menos no intenta fingir lo que no es. Lo suyo son gracietas, ocurrencias, desahogos, parodias, de vez en cuando algún destello de emoción, algún momento alto y realmente poético… y ya está, sin más, una poesía sin mucho recorrido, sin gran importancia, como la de casi todos. Pero, según creo (jamás le he visto), tiene la cortesía de no hacerse el genio, de no fingirse alguien aplastado por su propia grandeza, de no posar a media luz y con miradas intensas, de no recitar como si estuviese leyendo un oráculo, una palabra sagrada…
Creo también que son los poetas herméticos o complicados (o los críticos y editoras afines) quienes más activamente en contra deberían estar de los farsantes, quienes denunciasen a todos esos nombres que desacreditan la poesía críptica (y, de paso, desprestigian la poesía, en general), y quienes ayudasen a distinguir a unos y otros.
«¿Y cómo discernir lo sincero de lo hueco? Pues, como hacemos ante los cuadros de ARCO, muchas veces es por pura intuición. Es, simplemente, algo que se nota, que se ve»
¿Y cómo discernir lo sincero de lo hueco? Pues, como hacemos ante los cuadros de ARCO, muchas veces es por pura intuición. Es, simplemente, algo que se nota, que se ve. Donde hay talento, o hay al menos verdad, hay también algo que palpita, que late, que grita algo que no se sabe bien qué es, y que por ello nos llega, nos apela. La poesía es exactamente como esas mangueras que se hunden en el desierto y bombean agua desde el corazón del mundo a la superficie, aliviando, fecundando, alimentando, refrescando, permitiendo seguir. Cuando sucede, se nota, sin más. Y cuando no, lo mejor es reírse y pasar a otra cosa.
Se ve con especial nitidez al leer a poetas muy jóvenes, veinteañeros. No sé bien por qué, pero ante sus obras el margen de error en la clasificación se reduce mucho. Ya sean órficos o callejeros o culturalistas o sociales, se ve clarísimo quiénes son los buenos y quiénes los malos, y también, entre aquellas que van completamente «a su bola», se nota mucho quién lo hace tras haberse empapado de poesía, decidiendo probar otros caminos, y quién lo hace porque ni bajo tortura se ha leído un libro y no tiene ni la más remota idea de en qué «lenguaje», en qué «tradición» o en qué sistema literario se está metiendo.
Me pasó hace unos meses con un librero. Muy ufano, segurísimo de que me iba a parecer de perlas, me contó que una chica había ido a comprarle un libro de Elvira Sastre, y que él, muy pedagógico (y no sé si, de paso, un pelín paternalista…), le había recomendado que probara con «otro tipo de poesía»… Yo, en realidad, estoy fanáticamente a favor de la libertad de culto, y no sé si es muy buena estrategia impedir que cada lector recorra su camino natural, tanteando unas cosas y otras, picoteando a su gusto y a su aire en ese inmenso y maravilloso bufet libre que es la literatura, equivocándose, formando poco a poco su gusto…, pero en fin. El caso es que, claro, le pregunté qué libro se había llevado al final, asesorada por mi amigo, y éste me dijo, todo orgulloso, que uno de Zurita.
Eso es lo que en Zaragoza llamamos, con perdón, «hacer un pan con unas hostias». No sé: puesto a recurrir a la «objeción de conciencia», el librero podría haberle enseñado algún poema de gente tan distinta, pero todos excelentes, como el ya aludido Tomás Segovia, o Eugenio Montejo, o Antonio Gamoneda (preferiblemente de su época buena), o María Victoria Atencia, o Eloy Sánchez Rosillo, o Luis Muñoz, o Isabel Bono, o Juan Vicente Piqueras, o Abraham Gragera, o Alejandro Simón Partal, o jóvenes realmente buenos como Berta García Faet, Ángela Segovia, Juan F. Rivero, Manuel Mata… Nombres que puedan «blindar» a los lectores para la poesía o, como dicen las empresas con un verbo espantoso, para «fidelizarlos». Pues no, Zurita. Si la alternativa a Sastre es ésa, yo, la verdad, me quedo muy pensativo. Mucho me temo que hemos perdido a una lectora para siempre.