Doñana y los fariseos
«Debería ser un tema donde los científicos tuvieran la última palabra, pero su falta de claridad demuestra que la ecología tiene mucho de alquimia y superchería»
Regreso a casa del mercado local cargado con una caja (de buena madera de pino) de fresas de Huelva. Impolutas, de un rojo aterciopelado, presumen su tejido de fractales perfectos con una gota de diamante al centro (aquenios, le dicen los botánicos). Las papilas gustativas casi se han adelantado por culpa de ese olor concupiscente. Estoy listo para probarlas. Vivo en Aranjuez, pero las fresas son onubenses, porque las míticas ribereñas son tardías y raras; tanto, que se requiere un cuchillo entre los dientes para probarlas una vez al año. La producción de Huelva es masiva y está al alcance de cualquiera en todo el continente.
Las plantaciones de fresas son sólo uno de los derechos en disputa en el entorno geográfico del Parque de Doñana, prodigio natural entre la pesca intensiva, la agricultura de regadío, el turismo, la producción industrial contaminante y los intereses cruzados de refinerías e industrias. La propuesta de ley del gobierno andaluz de Juan Manuel Moreno de regularizar terrenos agrícolas fuera del área protegida –de innecesaria tramitación urgente, es cierto, para incidir en las elecciones municipales–, ha recibido la farisea respuesta del Gobierno central, culpable cuando estuvo al frente de la Junta de Andalucía de mucha de la degradación que rodea al parque y que incluso lo atraviesa. Todo un debate envenenado por las campañas electorales, la disputa competencial entre autoridades, incluida la de Bruselas, y la superposición de credos. Como durante la pandemia, la ciencia no tiene nada que ofrecer y, si lo hace, es a rebufo de la política y sus cajas de resonancia mediáticas, y no con la independencia y eficacia que se le exigiría. Este debería ser un tema donde los científicos tuvieran la última palabra, pero su falta de claridad demuestra cómo la ecología, igual que la nutrición, es un conocimiento que tiene mucho de alquimia y superchería.
Doñana tiene más habitantes que el ciervo y el lince ibérico. Las orugas gigantes de los distópicos jeeps adaptados para los turistas del parque se alternan una vez al año con las centenarias carrozas con cascabeles de la peregrinación a El Rocío. Caballos engalanados con caireles y campamentos improvisados que nunca duermen entre bailes y lunares. El turismo biológico y la fe tienen una huella ecológica casi imposible de cuantificar y de regular más. En la playa, coquineros autorizados y furtivos se disputan los casi treinta kilómetros de costa virgen, mientras el servicio de limpieza recoge los plásticos de mil colores desteñidos que arrojan río Guadalquivir y océano Atlántico. Qué sucias son las playas sin gente.
«Por no hablar de la casa de descanso del presidente del Gobierno de España, que no es óbice para que estos días esté poniendo el grito en el cielo: «¡Doñana no se toca!».
En primera línea, las dunas móviles son testigos de la lucha entre el mar y los pinos, entre la marea y los sabinos. Dentro del parque, la estación biológica, paraíso ornitológico, necesaria para estudiar y proteger, demuestra que no es posible medir desde dentro sin alterar el resultado (como en la paradoja del gato de Schrödinger), por no hablar de la casa de descanso del presidente del Gobierno de España, que no es óbice para que estos días esté poniendo el grito en el cielo: «¡Doñana no se toca!».
En las inmediaciones del parque, hacia el oeste, la Costa de la Luz empieza en Matalascañas y termina en Portugal: una sucesión de hoteles, apartamentos de playa, clubs de golf, parques acuáticos, chiringuitos y casas en la orilla no siempre anteriores a la ley de costas, someten a las viejas dunas piñoneras a mayor presión de cemento cada verano. Y aunque no es comparable con el estropicio de la costa mediterránea, el avance del gris es obvio año con año. Del otro lado del río, la costa gaditana, anárquica y libre como el viento de poniente, termina en un peñón, último refugio del Neanderthal. En el mar, una sucesión de cargueros en permanente fata Morgana, muchos de las refinerías de la zona, hacen fila sin molestar a la flota pesquera que desde Gibraltar a Ayamonte parte todos los días para regresar con cargamentos tan abundantes y variados que hay que restregarse los ojos en las lonjas de madrugada para no creer que se trata de una alucinación mañanera.
Entre la costa y El Rocío, un tenebroso triángulo industrial, último crimen ecológico del tardofranquismo, que arruinó hasta la próxima glaciación las marismas del Tinto y el Odiel, arroja carcinomas desde hace décadas al medio ambiente. Un manhattan de chimeneas que produce amoniaco, benceno, cloruro sódico, ácido fosfórico y sulfúrico y demás componentes de la industria minera, petrolera y agrícola de la zona (los fertilizantes industriales son más tóxicos que un vaso de gasóleo por las mañanas).
El resto, plantaciones de regadío, muchos con pozos clandestinos del acuífero de Doñana, otros a la espera del trasvase que no llega. Mano de obra intensiva, migrante toda, legal e ilegal, que bajo el sol de los invernaderos de plástico recoge a mano, una a una, como se repasan los folios de un libro, las fresas rojas de la abundancia.
En este entorno, privilegiado y frágil, el milagro es que Doñana exista. Estamos muy cerca, como explica el biólogo Menno Schilthizen en Darwin viene a la ciudad, que la única naturaleza que pueda existir es la que aprenda convivir con los seres humanos. Y esto vale tanto para Doñana como para el Serengueti en Tanzania, Banff en Canadá o la reserva india del tigre en Ranthambore. La mano se detiene por fin en la boca. Qué decepción. Nunca es bueno anticipar los placeres. Este año las fresas no están buenas. La culpa es de la primavera cargada de calima y sin lluvia, dicen los que saben. Porco governo.