Un Gobierno alérgico a la libertad individual
«Fijar precios máximos y mínimos es un argumento populista y electoralista, que no hace ningún bien ni a la economía ni a los supuestamente beneficiados»
En España, vivimos tiempos de intervencionismo creciente, en todo ámbito, pero especialmente en materia económica, donde el regulador trata de controlar de una manera férrea el terreno en el que han de desarrollarse las diferentes transacciones económicas, estableciendo límites, introduciendo trabas y tratando de que los agentes económicos se plieguen a los deseos intervencionistas del sector público. Pues bien, nunca ha habido en España, al menos en la historia reciente, un Ejecutivo tan intervencionista como el del presidente Sánchez, que quiere llegar a regular absolutamente todo, de manera que se puede decir que es un Gobierno que tiene alergia por la libertad individual.
El intervencionista, por defecto, piensa que los ciudadanos, las familias, las empresas, en definitiva, el resto de los agentes económicos, no saben elegir bien, no saben comerciar bien y no saben qué es lo que quiere, y, por eso, el sector público -el agente económico que faltaba- interviene, porque es el sector público el que mejor sabe qué queremos cada uno de los ciudadanos, familias y empresas. Esa fatal arrogancia que mencionaba Hayek aparece en cada ocasión que un intervencionista nos dice qué tenemos que hacer, nos obliga a cómo hacerlo. En este sentido, como este Gobierno es el más intervencionista que ha habido, su fatal arrogancia es muy superior a la de cualquier otro anterior.
En estos tiempos de intervencionismo que vivimos, vamos a repasar el efecto nocivo que el intervencionismo tiene para la economía. No se trata de supuestos hipotéticos, sino de actuaciones que el actual Gobierno de la nación ha implantado o quiere implantar en nuestro marco normativo sobre la economía.
Por un lado, tenemos la ley rider, regulada por el RDL 9/2021, de 11 de mayo, por el que se modifica el texto refundido de la Ley del Estatuto de los Trabajadores. Con esta normativa, el sector público impone a las empresas de reparto -principalmente, de comida a domicilio- una relación laboral contractual con sus repartidores, conocidos como riders al repartir la mayoría en bicicleta.
Es una ley que ni la quisieron las empresas ni la quisieron los repartidores, pues tiene serios inconvenientes para ambos. En primer lugar, para una empresa supone un incremento de los costes, derivado del gasto que le supone la cotización a la Seguridad Social del trabajador que paga la empresa. De esa manera, gasto se incrementaría en un 30% sobre el salario que tuviese el repartidor. Eso desemboca o bien en una subida de precios, o bien en menos repartidores, o bien en pérdidas para la compañía, o bien en abandono del país por parte de la compañía. Todo ello, con mayor o menor intensidad, ya está sucediendo.
«La subida del salario mínimo expulsa a muchas personas del mercado de trabajo»
Por otro lado, nos encontramos con el salario mínimo. En el incremento de dicho salario mínimo, el Gobierno cae, una y otra vez, en un gran error, envuelto en su afán intervencionista: piensa que por decir por decreto que algo tiene que ser de una manera, lo va a ser. Error. La subida del salario mínimo expulsa a muchas personas del mercado de trabajo, como, de hecho, ya ha sucedido con los distintos incrementos desde 2019.
En 2019, decidió elevarlo un 22,3%, desde los 735,90 euros hasta los 900 euros. ¿Cuál fue el resultado inmediato? Una destrucción de empleo en ese mes de enero de más de 200.000 puestos de trabajo, como reflejó la afiliación a la Seguridad Social del mes de enero de 2019. Eso llevó a que si antes de llegar Sánchez al Gobierno se creaban 7.906 empleos al día, el primer mes en el que tuvo efecto la subida del salario mínimo un 22,3% se destruyeron 6.828 empleos al día, es decir, hubo una pérdida de empleos diaria de 14.734 puestos de trabajo.
El Gobierno, desde entonces, no ha dejado de subir el salario mínimo, hasta situarlo en casi 1.100 euros al mes en 14 pagas y su objetivo no acaba ahí, sino que quiere que suban todos los salarios en niveles cercanos a la inflación, como decía, entonces el salario mínimo, para superar el 60% del salario medio, tendría que subir todavía mucho más. Esto constituye, como digo, un gran error, pues supondrá en el medio plazo el despido de muchas personas o, en el mejor de los casos, el fin de la creación de empleo, que se unirá a la mayor rigidez que introduce la contrarreforma laboral y el impacto negativo de subidas de impuestos y cotizaciones que está llevando a cabo el Gobierno. En cualquier caso, será un retroceso en las oportunidades de los trabajadores, pues verán limitado su abanico de elección en el mercado laboral por un artificio diseñado en los despachos entre personas que o no han trabajado nunca o hace mucho que no trabajan.
En cuanto al mercado de la energía, el tope ibérico y la negativa a abrir el mix energético a la energía nuclear supone un quebranto importante para la economía, que termina pagando, de una u otra manera, el consumidor.
Si hablamos del mercado de la vivienda, la limitación de los precios de alquiler y de la subida de las rentas a cobrar, impidiendo que se pueda actualizar con la inflación, lo único que conseguirá es reducir la oferta de viviendas en alquiler y hacer aumentar el precio en otras zonas, con el perjuicio tanto para propietarios como para inquilinos.
Por otra parte, también ha habido tentación intervencionista en el mercado de alimentos, donde la parte más podemita del Gobierno quería aprobar e imponer un control del precio de los alimentos, en un nuevo ataque a la libertad de empresa y en un desprecio hacia quienes les cuesta mucho mantener en pie un pequeño negocio, que son los que menos tienen capacidad para absorber los incrementos terribles de costes que sufren y quienes, por tanto, más pueden tener que trasladarlos a los precios, para poder subsistir.
«Con el intervencionismo en los precios de los alimentos no se conseguiría más que reducir la oferta y generar escasez»
Con todo este intervencionismo en los precios no conseguiría nada más que incentivar la perniciosa economía sumergida, reducir la oferta y generar escasez por el menor número de alimentos que habría como consecuencia del tope de precios, pues si se fijase un precio máximo por debajo del precio de mercado, la oferta se reduciría y, en ese caso, o se racionan los productos o se compran mediante orden de llegada, lo que formaría grandes colas.
Adicionalmente, por terminar con otro ejemplo, también quería intervenir el mercado hipotecario, imponiendo topes a las cuotas hipotecarias, distorsionando, así, el precio de mercado y añadiendo inseguridad jurídica en el préstamo firmado, que terminaría encareciendo y dificultando la concesión de financiación.
En lugar de tanto intervencionismo, lo que el Gobierno tiene que hacer es reducir tanto gasto improductivo como hay, donde despilfarra ingentes cantidades de dinero público, es decir, de dinero que le extrae a los ciudadanos coercitivamente mediante impuestos, que eleva la deuda, poniendo en riesgo los servicios esenciales ante la subida de tipos de interés, pues habrá que dedicar más recursos al pago de intereses; tiene que reducir impuestos y deflactar la tarifa del IRPF, porque asfixia a las familias y empresas con la inflación, de la que se aprovecha para incrementar la recaudación y cubrir el incremento de gasto, pues el déficit apenas lo reduce. Debe dejar que el mercado funcione y no seguir perjudicando a la economía con tantas medidas tan dañinas y disparatadas, que si no fuese porque las hemos escuchado, pensaríamos que son de Cuba, Venezuela o Corea del Norte, por poner algunos casos de los últimos y más fieles seguidores de la política económica ruinosa de la antigua URSS.
En definitiva, la introducción de precios máximos y mínimos es un argumento populista, electoralista y demagogo, pero no hace ningún bien ni al conjunto de la economía ni a los supuestamente beneficiados, porque en el medio y largo plazo terminarán siendo perjudicados. Tratar de corregir los deseos de demandantes y oferentes -es decir, los deseos del mercado, pues es lo que conforman ambos agentes económicos- es absurdo, no alcanza los objetivos que dice perseguir y, además, genera otros completamente contrarios y negativos para la propia economía, empobreciendo más todavía a familias y empresas.