THE OBJECTIVE
Andreu Jaume

Auschwitz digital

«Ocurre algo parecido con las víctimas de ETA, unos muertos obligados a asumir un papel de mensajeros de una falsa paz para la que nunca fueron llamados»

Opinión
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Auschwitz digital

Una joven judía atraviesa las vías del antiguo campo de concentración de Auschwitz. | Europa Press

Viendo estos días las imágenes de turistas y narcisos digitales posando en las vías de Auschwitz, con la fuga siniestra hacia el exterminio convertida en el carrusel de nuestra imbecilidad definitiva –esos gestos, esas sonrisas goyescas–, uno no podía dejar de recordar al pobre George Steiner, que ya en los años ochenta del siglo pasado tronaba contra la imparable banalización de la cultura y por tanto de la memoria occidental. ¿Por qué, se preguntaba el viejo profesor, el mundo libre y democrático estaba generando una literatura y un arte cada vez más inanes, comparado con lo que ocurría en países que habían sufrido el totalitarismo? ¿Se estaba destruyendo nuestra percepción moral en una sociedad que bostezaba frente a reportajes sobre el holocausto interrumpidos por anuncios de detergentes? Por supuesto, a Steiner se le acusó de ser un aguafiestas y de no tener sentido del humor. Pero la verdad es que el estado de nuestra actual conciencia histórica, reflejada en esas imágenes elocuentes y algo nauseantes, no ha dejado de darle la razón. 

La cuestión no es en absoluto baladí. En la sexta de sus Tesis sobre la filosofía de la historia, Walter Benjamin dice algo que parece ser la profecía de lo que ahora nos está ocurriendo: «Solo al historiador le es concedido el don de encender en el pasado la chispa de esperanza porque está persuadido de que, si el enemigo vence, ni siquiera los muertos estarán seguros. Y ese enemigo no ha dejado de vencer». A la luz de esta potente reflexión, la memoria sólo adquiere verdadera profundidad histórica cuando se enciende «en el vislumbre de un peligro». La industria del olvido funciona siempre con la misma mecánica. La historia de los vencidos queda primero fijada en una tradición de la que es imposible sustraerse y que luego se encamina inexorable a la injusticia, que es el cumplimiento último de la desmemoria. Ocurre algo parecido en nuestro país con las víctimas de ETA, unos muertos a los que ahora se les obliga a asumir un papel de mensajeros de una falsa paz para la que nunca fueron llamados –resultado de un conflicto espurio– y que de hecho denigra tanto su vida como su muerte. En uno y otro caso, los asesinados sufren un segundo exterminio a manos de sus verdugos, dueños de un renovado poder concedido por nuestro presente.

«La industria del olvido también puede ser la industria de la memoria. No es casual que Benjamin, para huir de esa perversión, buscara una palabra distinta a la habitual para su concepto de rememoración»

La industria del olvido también puede ser la industria de la memoria. No es casual que Benjamin, para huir de esa perversión, buscara una palabra distinta a la habitual para su concepto de rememoración. Descartadas las habituales y corrientes Gedächtnis y Erinnerung   –memoria y recuerdo–, el filósofo prefirió Eingedenken, que sería algo así como «tener presente algo pasado». No hay por tanto un relato cerrado y estanco de lo que ocurrió sino una construcción del ahora que solo se sostiene con el pasado vivo, tenso y siempre amenazado. Historiar es entonces emprender la tarea imposible pero inexcusable de intentar salvar a los muertos, cuyo destino, como escribió Max Horkheimer, «es la verdad de nuestra vida».  Por ello la consigna de Benjamin, que escribió antes de Auschwitz pero también para después del mismo, fue «que nada se pierda», una idea de redención secularizada cuya trascendencia vuelve a ponerse de manifiesto cuando estos días vemos los selfies en el campo de concentración, unas imágenes que a su vez son la prueba de que todo lo que se intentaba preservar se está perdiendo de la manera más frívola y vergonzante. 

La Shoá se distingue sobre todo por ser un proyecto totalitario de olvido. De los judíos no debía quedar ningún recuerdo, ni de su vida ni de su muerte, nada. Esa debía ser la verdadera «Solución Final», una Endlösung que pretendía ser el reverso exacto de la Erlösung, de la salvación. Cuando Primo Levi, en Si esto es un hombre, concluyó que «los jueces sois vosotros», nos legó una idea de responsabilidad que iba mucho más allá de su propio testimonio de los horrores vividos. Él sabía que si nuestro juicio quedaba suspendido o banalizado, los nazis habrían triunfado definitivamente. El memorial de Auschwitz-Birkenau se mantuvo en pie para que la petición de Primo Levi no perdiera nunca vigencia. Pero ni siquiera la guerra que ahora mismo se está librando a pocos kilómetros del lugar impide a la masa turística dejar testimonio de su inconsciencia inmoral en el relumbre efímero de sus pantallas. No hace mucho tiempo se puso de moda entre adolescentes disfrazarse en Tik Tok de víctimas del holocausto, escarneciéndolas, así que seguramente no debería sorprendernos nada de lo que está ocurriendo en esta Europa desahuciada de sí misma. 

Alguien dirá que todo esto es una exageración y que cosas así son ya inevitables en el mundo en el que vivimos. ¿De verdad da igual?, se preguntaba Steiner cuando le replicaban algo parecido en su tiempo. Elias Canetti dijo que la nuestra sería recordada algún día como la era de la muerte y que por ello había dedicado toda su vida a combatir la sumisión que había hecho posible la complacencia en el aniquilamiento. Con su particular y quijotesca cruzada contra la gran enemiga, Canetti quiso denunciar que la humanidad, desentendida de su antigua convivencia con las metamorfosis de los mitos, que siempre fueron astucias para conjurar el poder de la muerte, estaba rindiendo su imaginación a todo aquello que había hecho posible el exterminio. La indiferencia era la más valiosa aliada de la fábrica de cadáveres. A la altura de 1945, con la noticia fresca de lo que había ocurrido en Auschwitz, escribió Canetti: «Todo cuanto hayas podido pensar sobre la muerte no tiene ahora ninguna validez. Dando un salto gigantesco ha conseguido un poder de contagiar que nunca había tenido antes. Ahora es de verdad todopoderosa. Ahora es realmente Dios». No han pasado aún ni ochenta años desde entonces y ese dios ya ni siquiera da miedo. 

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