El demonio de la repercusión
«La gente que merece la pena acepta las objeciones que les haces o saben comprender el acallamiento al que, piadosamente, sometes sus obras maestras»
Este domingo, en la Feria del Libro de Granada, se acercó un buen hombre a mi caseta para regalarme sus poemas. Era uno de esos libros que pretendieron ser rectangulares, pero que, por mal guillotinados, ni siquiera consiguieron alcanzar esa mínima decencia formal. Un volumen sin solapas, con el texto de contracubierta en cursiva… En fin, un libro de ésos, ya ustedes saben. Nos hemos acostumbrado, pero cuando alguien te regala su libro puede estar haciéndolo por interés, sí, por si acaso le cae algo, una foto en el Facebook, tal vez una reseñica, pero eso no debe hacernos olvidar que nos está haciendo partícipes de algo muy importante para él, de algo que ante su propio corazón siempre será valioso, íntimo, un pedacito encendido de su vida, de su sensibilidad, de su inteligencia, de sus recuerdos y de su conciencia… De modo que lo acepté educadamente, sinceramente agradecido por su consideración.
Esta mañana, al ir a abrir la caseta, Carrera de la Virgen abajo, he visto demasiado tarde que el poeta en cuestión andaba merodeando por allá, y poco menos que se me ha abalanzado, sonriente pero nervioso. «¿Qué le ha parecido mi libro, dígame? Casi no he podido dormir de los nervios».
Fernando Arrabal afirmó una vez que la genialidad es algo muy vulgar, y que hay que aspirar como mínimo a la santidad. Es lo más juicioso que le he escuchado, y yo intento ser santo directamente, por atajos, sin pasar siquiera por la brillantez. Aparte, tengo mucha amistad con personas muy conocidas, incluso famosas, y además conozco a casi todos los editores, de modo que, aunque pocas veces las he sufrido directamente, estoy bastante familiarizado con este tipo de locuras, y tengo mis recursos para sortearlas sin recurrir a violencias ni a policías.
«Ser generoso con alguien pasa a menudo por darle monumentales disgustos, y yo he admitido que el libro ni siquiera había salido aún de la caseta»
Ya que aquel hombre me había regalado sus poemas, es decir, probablemente lo más limpio, noble y urgente de su desesperado corazón, no me ha parecido bien mentirle, siquiera piadosamente, y he comenzado diciendo la verdad, que debería ser algo exigido por la ley, sobre todo en contextos poéticos. Ser generoso con alguien pasa a menudo por darle monumentales disgustos, y yo he admitido que el libro ni siquiera había salido aún de la caseta, que había pasado la noche allí, con los bichitos voladores de la noche andaluza, borrachos de naranjos y guitarras. «Pero no se preocupe, amigo, que yo le leeré, no le puedo decir cuándo, pero lo haré, y lo haré con cariño y atención, a su tiempo».
La impaciencia no es monopolio de la juventud, ni mucho menos. La ansiedad es universal, y golpea incluso a aquellos que ya ni siquiera buscan editar, pues ya han sido publicados, pero que, superado ese paso, se lanzan a un esfuerzo todavía mayor, que es el de la repercusión. Tras el demonio de la publicación, y el diablo de la autopromoción, terribles ambos pero sobornables, llega el tercer hermano, que es siempre el más difícil.
Estamos ya en un contexto tan post-todo que puedes tener un libro en muy pocas semanas si tienes nada, 300 o 400 euros tontos en el banco, y eso puede ser así ya no en la copistería de tu primo, ni en una editorial absurda, sino en ciertos sellos prestigiosos que, ante la llegada de ese dinero fácil, abren las puertas. Yo no tengo nada que objetar, Dios sabrá castigarlas. La autopromoción es cosa de las redes, y la gente (incluso escritores estimables) se lanza a ello con toneladas de ánimo. «Pero ese hombre», pienso yo, «¿no estará hasta las pelotas de su propio libro, que es además malísimo?». «Pero esa chica, ¿de verdad no se cansa de hablar todos los días de su ensayo? Cada tarde en un sitio, y de cada una de ellas saca cinco publicaciones»… «Con lo bonito que es hablar de los libros de los demás, ¿por qué no miran un poco hacia fuera? Y, de paso, ¿por qué tienen tan poca fe en lo que han escrito como para creer que necesita de tanta ayuda, tanta insistencia, tanta matraca y tanto like?»…
No importa. Lo que yo quería decir es que la publicación y la promoción puede depender en buena medida del interesado, si no se tiene demasiada dignidad (que, recuerden, significa «respeto por uno mismo»), pero la repercusión… Ay, amigos, ése es el monstruo más ingrato de todos, el más inflexible, el que te devora sin que quede de ti ni tu silencio.
Uno se llevará berrinches, uno perderá amigos (que en realidad no lo eran), uno habrá de vivir situaciones medio desagradables… pero es importante entonar el «¡No pasarán!» ante los libros malos, sean de quien sean y por mucho que aprecies a su autor. Y a estas alturas está claro que los inteligentes no se enfadan, la gente que merece la pena acepta las objeciones que les haces o saben comprender el acallamiento al que, piadosamente, sometes sus obras maestras. Son siempre los idiotas los que, sin siquiera motivos, por una crítica muy justa y argumentada o porque piensan que nos les has hecho caso (sí lo has hecho, y has descartado destrozarles), se enfadan para toda la eternidad. Qué desolador: sus cabreos llegarán muchísimo más lejos que cualquiera de sus palabras.