La obra de la vida
«Como lector de los diarios de Trapiello quiero que escriba todos los tomos que lleva de retraso. La cantidad se ha convertido en un decisivo aspecto cualitativo»
Como me señaló Pilar Álvarez, primera trapiellista de España, la clave del diario de Andrés Trapiello aparece en el nuevo tomo, Éramos otros (Ediciones del Arrabal), y vale también para los 23 anteriores del Salón de pasos perdidos. En una de las entradas, un amigo del autor, el ínclito JG., le repite lo que ya le dijo en un tomo anterior, entonces por carta: que debería dar por concluido el diario, que ya es suficiente. Y aún llevaba 16 tomos. A continuación escribe Trapiello: «No, no pienso cerrar nada, le dije. Para mí no es un proyecto literario, no es una obra a la que puedo ir quitando o poniendo, unas veces escultura y otras cuadro; es mi vida, y lo que le da sentido a la vida es que dure, y lo que les da sentido a unos libros sobre la vida es que se sigan escribiendo y que un día puedan leerse seguidos. ¿Van a tener solo un lector en la biblioteca de una oscura universidad? Perfecto. Escribiré para él».
Esta es la clave. La alianza de la vida y la obra, el fluir, el sucederse de ambas, entrelazándose, realzándose incluso. Eugenio Trías escribió una cosa muy bonita sobre la relación entre una obra y su autor (o la vida): que ha de ser de asistencia mutua. En un diario esta expresión no es metafórica sino literal, puesto que la vida misma es la materia de la obra. La relación no debe ser de vampirización, sino de ayuda, de potenciación de ambas. Los discípulos de Nietzsche no lo aceptamos de otra manera. Volviendo a aquel poema del «mundo mago» de Antonio Machado que recordé cuando despedí a Fernando Sánchez Dragó, en un diario se plasma «la vieja vida en orden tuyo y nuevo». El diario es la obra de la vida.
«En las autobiografías y las memorias, la vida aparece con una destilación más acentuada»
También lo son las autobiografías y las memorias, aunque de un modo menos espontáneo: aquí la vida aparece con una destilación más acentuada, con una reconstrucción muy posterior de los momentos. En una entrevista que le hicieron a Dragó –debió de ser la última– una semana antes de su muerte, dijo que todavía le quedaban tres tomos a sus memorias, de las que solo habían aparecido dos, el de la infancia y el de la primera juventud. Solo leí este, Galgo corredor, y esas memorias iban a ser por fin su gran obra. No entiendo por qué se extravió en tantos libros prescindibles. Al final nos hemos quedado sin la obra de su vida; o con la obra inconclusa de su vida plena (aunque no soy insensible al potencial de lo no escrito: ese trazo trágico brutal y tal vez fecundo).
Yo, como lector de los diarios de Trapiello, soy lo contrario del ínclito JG.: lo que quiero es que escriba todos los tomos que lleva de retraso. Al principio compartí los melindres en cuanto a la cantidad, pero hace ya mucho que la monumentalidad forma parte de la obra, como ocurre con la muralla china. La cantidad se convirtió en un decisivo aspecto cualitativo. Una cantidad, claro está, construida con detalles: con frases valiosas. Solo pondré un ejemplo para invitar a la lectura de Éramos otros. Ha llovido y los gitanos del Rastro han aprovechado para sacar los cacharros de cerámica y que se laven. En estos queda agua de lluvia. Trapiello: «Nadie se molestaba en quitar el agua de los platos, que parecía, en efecto, sopa del cielo. Era precioso. Porque parecía que los platos habían recogido también la noche, la hora, la tormenta, como el maná los israelitas». Igual que esos platos, las páginas.