La paradoja de la buena gestión municipal
«El peor temor de los vecinos de una ciudad europea es que el ayuntamiento procure ayudarles. Lo que hacen para mejorar sus vidas acaba por imposibilitarla»
Algunos gobernantes comulgan con el dogma liberal del laissez faire, laissez passer. O sea, con la confianza ciega en que la sociedad se autorregula, disolviendo con naturalidad dialéctica las contradicciones entre sus diferentes agentes, gracias a no se sabe qué ciencia infusa que hace que bajo el dogma del capitalismo la especie humana esté condenada al éxito; de manera que la única tarea de esas autoridades se reduce a proporcionar a la ciudadanía las herramientas para que sus miembros o sus sectores más despabilados y laboriosos puedan prosperar con la mayor desenvoltura. Se supone que los demás, los más retrasados, los menos creativos, también se beneficiarán, por goteo, de los éxitos de aquellos. Una mentalidad a la vez cínica y moralista, lo cual tiene su mérito, desde luego.
Otros gobernantes, de cerebro más complejo y desarrollado, o más jóvenes, o mejor informados, o más despiertos ante los signos de acabamiento que se perciben en horizontes que cada año son más cercanos, son conscientes de las necesidades de los segmentos o colectivos menos despabilados o menos afortunados de la sociedad, y de los desafíos amenazadores a los que nos aboca esa mentalidad, e intentan paliar, o corregir, sus peores efectos. Como todo corrector, como todo enmendador del statu quo, suelen caer antipáticos. Si además, para justificar su ejecutoria, invocan como referencia experimentos e ideologías que históricamente han demostrado su inoperancia, cuando no su crueldad inhumana, estos gobernantes caen especialmente antipáticos.
Pero lo peor es que su meritoria tarea acaba encontrándose ante una paradoja desasosegante: lo que hacen para mejorar la vida de sus gobernados acaba por imposibilitarla.
«La ciudad se salvó cambiando su marchita naturaleza industrial por la de destino turístico»
No me refiero a Manuela Carmena, que fue una excelente alcaldesa, con la visión ecológica necesaria para imponer el Madrid Central que era tan odioso que su sucesor, el actual alcalde, llegó al cargo blandiendo como bandera electoral el compromiso de suprimirlo, pero lo que tuvo que hacer, a la vista de las estadísticas, es no sólo mantener Madrid Central sino ampliarlo, disimulándolo con un cambio de nombre. No me refiero a ella, porque su excelente ejecutoria, saboteada por escándalos de chichinabo ideológico y el infantilismo de algunos de sus colaboradores, fue demasiado breve para que se notasen sus consecuencias.
Pienso en Pasqual Maragall cuando era alcalde de Barcelona: tras la destrucción, por causa del fin del proteccionismo, el libre comercio y las sucesivas crisis internacionales, del tejido industrial que era la señal de identidad de la ciudad, puso en marcha una serie de ambiciosas políticas para su modernización, funcionalidad, limpieza y embellecimiento. ¡Lo hizo muy bien! ¡Se le cita como ejemplo! La ciudad se salvó cambiando su marchita naturaleza industrial por la de destino turístico. El resultado fue el incesante encarecimiento del precio de la vida y la expulsión de los barceloneses, en un proceso muy parecido al que han experimentado otras ciudades como París, Londres o, más recientemente, Lisboa.
Ciudades preciosas. Pero que se vuelven inaccesibles como escaparates de joyería.
Ahora Ada Colau, la actual alcaldesa de Barcelona, ciertamente criticable por su software populista y procesista, tan desagradable y equivocado (tuvo de mano derecha a Pisarello, y hasta le hizo un monumento a Puig Antich, un asesino de policías), pero que en lo esencial acierta en la detección y enfrentamiento con algunos de los problemas más graves de la ciudad, especialmente el abuso turístico y la sostenibilidad ecológica, ha puesto en marcha unas superislas que ajardinan y reducen sustancialmente el tráfico en grandes áreas del centro de la ciudad. Una iniciativa transformadora muy valiente, naturalmente denostada -como siempre pasa cuando se peatoniza una calle o una zona-, por la mentalidad timorata y conservadora que se ve amenazada con cualquier cambio. ¡Pero para los vecinos y los comerciantes es gloria bendita!
«Los fondos de inversión están expulsando a los vecinos de toda la vida en beneficio del turismo internacional»
Ay, no: el saneamiento Colau es un logro tan evidente, tan exitoso, que los grandes fondos de inversión internacionales se han visto atraídos como moscas a la miel –o como buitres-. Están adquiriendo en bloque los edificios afectados por las superislas, multiplicando de inmediato el precio de los alquileres, no renovando los contratos de arrendamiento, en fin: expulsando a los vecinos de toda la vida en beneficio del turismo internacional.
Ésta es la paradoja: el peor temor que pueden tener los vecinos de cualquier barrio de una gran ciudad europea consiste en que el ayuntamiento procure ayudarles. Que sanee el barrio. Que plante árboles en las calles. Que le dé una capa de pintura a las fachadas. Que expulse el tráfico automovilístico, que abra parques, que lo dote de buenos servicios y vías de comunicación, que lo convierta en un sitio donde sea agradable vivir. Pues todas estas mejoras, naturalmente pagadas por los contribuyentes, son los signos infalibles de la gentrificación de la zona. Lo que se consigue es la extinción de los vecinos.
Esta evidencia lleva su corolario, que podría formularse así: ningún gran municipio debe emprender ninguna mejora de un barrio que no vaya escoltada por severas restricciones a la especulación inmobiliaria y a la acción de los fondos de inversión internacionales.