Cambio de régimen
«Nuestro país debe acometer con decisión unas profundas reformas que conduzcan a la participación activa, a la libertad y a la responsabilidad»
Si se aspira a hacer carrera, no se puede criticar o, mejor dicho, no se debe criticar —porque poder, se puede— nuestro modelo democrático actual, lo que algunos han bautizado como régimen del 78. Hacerlo sin paños calientes, con criterio y honestidad, aunque sea con la mejor de las intenciones, supone de forma casi instantánea la adjudicación de la etiqueta de antisistema o peor, de antidemócrata.
Este tabú, cuyo principal baluarte ha sido el férreo bipartidismo (a la postre en demasiados asuntos, casi partido único), los nacionalismos y los señores del dinero, ha permitido que determinados grupos, entre ellos, la izquierda radical o la derecha más cerril, pero también los repúblicos adoradores de García-Trevijano o los gustavobuenistas (maravillosamente putinianos todos ellos), acapararan la crítica, impidiendo definitivamente que ésta involucrara a sectores mucho más amplios y conciliadores de la sociedad española.
El establishment, o lo que el economista e historiador Douglass North (1920-2015) más concienzudamente definió como Coalición Gobernante, se ha servido de estas tribus, de su religiosa vehemencia y, en el caso de la izquierda radical, aviesas intenciones para que, en efecto, toda crítica a esta «democracia que nos hemos dado» se percibiera en el mejor de los casos como un desatino propio de inadaptados y en el peor, una peligrosa amenaza para la paz social. De esta forma, criticar el régimen del 78 suponía o bien parecer un chalado, o bien un totalitario.
Prohibido de facto señalar las graves ineficiencias del propio modelo, el debate se ha limitado forzadamente a la contienda partidista, como si el sistema funcionara con normalidad y no hubiera nada que reformar. Esto significa, por ejemplo, que se puede advertir en campaña de los peores males imaginables, del totalitarismo del adversario, sus abusos de poder o la posibilidad de que los cometan si llegara a gobernar, pero está prohibido decir que, gane quien gane, no habrá una verdadera alternativa sino una desesperante alternancia.
«Los electores tienen cada vez más problemas para motivar su voto»
Pero, aunque la crítica a las graves carencias de nuestra democracia esté tácitamente prohibida, lo cierto es que los electores tienen cada vez más problemas para motivar su voto. La expresión «votar tapándose la nariz», que desde el gatillazo de la mayoría absoluta de Rajoy se hizo popular, ha dado paso a una sensación de inutilidad del voto que solo puede ser mitigada en parte mediante un alarmismo que todos los partidos, sin excepción, han convertido en su principal y casi único banderín de enganche.
Votar, en España, no consiste en optar por el mejor gobierno, en decantarse por expectativas más prometedoras basadas en propuestas primorosamente trabajadas, sino en evitar el apocalipsis. A este alarmismo tronante, que algunos paradójicamente venden como «voto útil», se añade una delirante pedrea, un concurso de regalos, según el cual, si votas a un candidato o a otro, correrán ríos de leche y miel, ataremos los perros con longanizas y lograremos la cuadratura del círculo; esto es, vivir todos a costa de todos.
En privado, algunos políticos reconocen la necesidad de reformar en profundidad el modelo político. Pero, inmediatamente, señalan que no se dan las condiciones necesarias, porque para que semejante aventura no acabe como el rosario de la aurora hace falta un consenso que, ahora mismo, es inimaginable. Al contrario, cabalgamos a lomos de una polarización que, lejos de atemperarse, parece cada vez más furiosa.
Sin embargo, esta polarización, que impide coger al toro por los cuernos, está mucho más presente en los partidos que en la propia sociedad española. De hecho, el español común está más preocupado por la cesta de la compra que por el fascismo o la amenaza roja que unos y otros advierten, incluso el separatismo y sus líderes de opereta, una vez conjurada su asonada, no parecen preocupar demasiado, por más que hayan sido indultados. Si acaso, resultan irritantes.
Hay que tener cuidado con confundir el clima electoral de las redes sociales, muy cooptadas por los partidos, sus numerosos colaboradores y los medios de información, con el sentir mayoritario de la sociedad analógica. En este aspecto, las redes sociales, como ocurre exactamente con la política, son entornos que atraen a los más motivados, a los que tienen un especial interés por influir o medrar, pero no tanto al ciudadano común cuyos intereses están más diversificados y tiene asuntos perentorios que atender.
«La gente depende en última instancia de la calidad ética de sus élites»
No quiero decir con esto que muchos españoles no sean conscientes de las peligrosas pulsiones que anidarían en la política. Sencillamente, los propios políticos se han encargado de escarmentarles. Y han aprendido que, a la hora de la verdad, estas pulsiones se sustancian en un mal mucho más prosaico: meterles la mano en el bolsillo. Así ocurre que quien promete asaltar los cielos al poco acaba mudándose de Vallecas a Galapagar. Y si te he visto, no me acuerdo. Para todo lo demás, la única constante es el incremento de los impuestos.
Es habitual concluir que, si España va de mal en peor, es porque la gente es idiota y vota mal, pero no es exactamente así. La sociedad, es decir, la gente, depende en última instancia de la calidad de sus élites. Pero no solo de su calidad técnica, también o especialmente de su calidad ética. Lamentablemente, son precisamente las élites, políticas y económicas, las más empeñadas en mantener un sistema que les beneficia, pero que no ofrece salida al resto, y en el que las elecciones alternan una argentinización veloz con otra más parsimoniosa. Ahí están para atestiguarlo el actual presidente del Gobierno, al que le falta un hervor para gritar el «¡exprópiese!» de Hugo Chávez, y su adversario, que promete más de lo mismo («España necesita un cambio como el que se produjo en 1982»).
Así pues, guste o no, es necesario señalar los males de fondo que, más allá de la ilusión electoral, nos impiden levantar cabeza.
Lo cierto es que Transición Política distó mucho de aquel modélico proceso que vendió la propaganda oficial. La Constitución se elaboró básicamente en beneficio de los partidos políticos presentes en el pacto y no tanto en interés de los ciudadanos. Fue producto de multitud de apaños y componendas y, ante la imposibilidad de cerrar acuerdos sobre aspectos cruciales, se redactó de manera ambigua, quedando a expensas de futuras transacciones entre partidos. La separación y el equilibrio de poderes, elementos fundamentales de la democracia, desaparecieron de forma muy madrugadora, estableciéndose un régimen que puede denominarse «partitocracia». Y la mayor parte de las instituciones que teóricamente son independientes sólo funcionan de manera formal pues en realidad se limitan, de una forma u otra (obsérvese lo que sucede con el Tribunal Constitucional, sin ir más lejos), a ratificar los intereses de los partidos que previamente las han cooptado.
«Hemos mostrado una actitud demasiado tolerante ante la arbitrariedad y el abuso»
Durante décadas, los españoles hemos vivido en un mundo de Matrix, aceptando inopinadamente muchas falsedades y manipulaciones. Hemos mostrado una actitud demasiado tolerante ante la arbitrariedad y el abuso, ambos disfrazados de un nefasto paternalismo heredado del franquismo, especialmente si provenían de los nuestros. Pero, como ocurre tan a menudo en la historia, la etapa toca a su fin. Que sea para bien o para mal, ya se verá. La Gran recesión puso de relieve con crudeza las endebles bases del sistema económico español y, más tarde, la pandemia, la incompetencia de la clase política y su peligrosa propensión a los abusos de poder, además de la alarmante decrepitud de las administraciones del Estado.
La actitud y la visión de los españoles han cambiado. Los desmanes ya no pasan desapercibidos ni son aceptados con la indiferencia y resignación de antaño, aunque pueda parecerlo porque, además de que toda sociedad tiene su porcentaje de necios, las redes sociales y los medios de información actúan como cámaras de eco del viejo statu quo. La prueba es que tanto el PSOE como el PP marcan mínimos históricos. Y los nuevos partidos que se dejan arrastrar por las inercias del sistema, rápidamente son castigados. La desesperante progresión de las encuestas electorales no prueba la cerrazón de los electores, demuestra la falta de motivación, la necesidad de alternativas creíbles, trabajadas, que ofrezcan algo más que admoniciones apocalípticas y denigraciones del adversario.
Paso a paso, va llegando la rendición de cuentas, el punto de no retorno que abre esa crucial encrucijada donde España decide su futuro. No se trata de odiar, denostar, culpar o apuntar a nadie con el dedo acusador: las causas de los males no se encuentran solo en las personas sino también en el incorrecto diseño de las instituciones. Nuestro país debe acometer con decisión unas profundas reformas que conduzcan a la participación activa, a la libertad y a la responsabilidad. En definitiva, a una democracia digna de tal nombre. No se deje engañar, querido lector, no es tan difícil, mucho menos imposible, aunque tampoco fácil. Es simple cuestión de voluntad.