La coronación, Jorge Javier, los okupas y 'Choupette'
«Estaría bien celebrar ahora otra gran ceremonia de orden inverso, una hechicería de expiación, que nos devuelva a la conciencia del mundo, con su crueldad»
El mundo es, y hasta que aparezca el típico sabio loco que apriete el botón de un ingenio que lo hará pedazos, va a seguir siendo. Es inevitable. Y hasta diría que incorregible. Entonces, juzgarlo es bastante ocioso, pueril, y una pérdida de tiempo (además de un ejercicio moralista), aunque pueda parecer gratificante. No. Lo sensato, lo sabio, es aceptarlo tal como es, con todas sus barbaridades, exageraciones, derrapajes y despilfarro. Decir un gran «¡sí!». O sencillamente encogerse de hombros. Ah, ya sé que es difícil, porque a veces, realmente, exagera.
Es lo que pensaba el otro día viendo de reojo los lentos fastos de la coronación de Carlos III de Gran Bretaña en Westminster. Vi cómo le encasquetaban la corona, cómo se la ponían, también, a la reina Camila. Vi cómo le entregaban unos cetros y los sostenía largo rato, envuelto en una capa dorada, mientras un coro de niños cantaba grandes aleluyas. Abundancia de clérigos engalanados. Toda esa pompa y circunstancia seguro que era admirable y conmovedora para algunos espectadores, y para otros tenía un aire de tribu africana venida a más, o de fiestorro de horteras enriquecidos.
Se puede pensar lo que se quiera, pero lo que sí es evidente es que fue una ceremonia de la sobreabundancia y del exceso, como si los nuevos monarcas lo fuesen de un imperio, cuando en realidad ya lo son sólo de una isla y media, sumidas en graves incógnitas y temores, incluso problemas de abastecimiento. La coronación fue una desmesura clamorosa, ostentosa (incluso apareció el carruaje ese dorado, tirado por caballos, que parece a punto de ser asaltado en cualquier camino), y la ostentación siempre da un poco de miedo, como si se desafiase a la divinidad, y uno tiende a pensar que esa enajenación del mundo ordinario va a ser castigada de una forma terrible.
«Hay que sacrificar una vida, televisiva igual que la coronación, que nos despierte del sueño suntuoso»
No digo que los británicos hubieran debido ahorrarse el espectáculo. Si tienen esa tradición pomposa —y única, pues las demás monarquías, de Holanda, Suecia, Dinamarca, España, se la ahorran—, si les gusta y la apoyan, pues adelante. Coronación, sí, señores.
Pero, insisto, se ha roto el equilibrio, se ha roto un pacto tácito con el mundo. Para sacudirnos de encima la sensación de desafío al orden de las cosas, merecedor de un castigo inefable, estaría bien celebrar ahora otra gran ceremonia de orden inverso, de carácter compensatorio, reequilibrante, una hechicería de expiación.
Digámoslo alto y claro: hay que sacrificar una vida. Y de forma pública, cruel y sangrienta, televisiva igual que la coronación, de forma que nos despierte del sueño suntuoso y los aleluyas exaltados y nos devuelva a la conciencia del mundo, con su crueldad y su realidad.
Si fuésemos como la gente de esas naciones bárbaras donde se gasea o electrocuta a los ciudadanos más dañinos, acaso Jorge Javier Vázquez sería el primer candidato que se nos ocurriría a víctima propiciatoria, a chivo expiatorio. Con su vida no se perdería gran cosa, la verdad, total ya se ha quedado sin su Sálvame y a lo mejor incluso daría su consentimiento, pues él es lo que suele llamarse «una bestia televisiva». Su ejecución debería televisarse, claro está, en horario de máxima audiencia, lo que sin duda le agradaría pues por última vez rompería el share de audiencia.
«Para aumentar el horror del sacrificio público éste podría encomendarse a los okupas»
¿Quién se encargaría de celebrar la terrible ceremonia, ahora que no hay, en la nómina del funcionariado, ni el autonómico ni en el estatal, una plaza de verdugo? Yo creo que para aumentar el horror del sacrificio público éste podría encomendarse a los okupas de la barcelonesa plaza Bonanova, que seguro que van todos tatuados, en camiseta sucia y malolientes. Seguro que se lavan poco. Esto agregaría horror al horror y provocaría una auténtica catarsis en la audiencia, que después de espantarse ante la extrema violencia de la mise à mort, suspiraría compasiva y aliviada.
Pero si no queremos sacrificar una vida humana —son comprensibles y respetables estos escrúpulos melindrosos de la ciudadanía—, entonces está la alternativa de ejecutar a Choupette, la gata que ha heredado la fortuna del modista Karl Lagerfeld, y que también es piedra de escándalo por su vida regalada e inútil, al cuidado de Françoise Caçot, que fue el ama de llaves del modisto, y de un guardaespaldas, una cuidadora, un cocinero y una veterinaria que entre otras tareas y atenciones cada semana le lima las uñas.
Hasta ahora al hablarse de Choupette —en días pasados fue dedicada a Lagerfeld la gala MET, reunión de mamarrachos y petardas con transparencias a la que los más lamentables acudieron disfrazados de gata blanca—, nadie ha manifestado que la existencia de esa gata mimada, paradigma del lujo más estúpido y de la banalidad más desenvuelta, es una afrenta a la humanidad doliente. Hasta ahora sólo se habla de ella como de una graciosa excentricidad, un capricho inocente. De eso nada. ¡Hay que matarla! ¡Hay que matar a Choupette!