«Solo quería bailar»: la nueva picaresca de Greta García
«Diría que el humor ha de tener límites y límites legales, pero que esos límites están muy lejos, y que hace falta ser un verdadero malnacido para traspasarlos»
Si tuviese que opinar por obligación en el debate más recurrente, empantanado e inmoral que ha habido recientemente entre nosotros, diría que el humor ha de tener límites, por supuesto, y límites además legales (es algo muy fácil de demostrar ante casi cualquier persona que tenga un mínimo de decencia), pero que esos límites están muy, muy lejos, y que hace falta ser un verdadero malnacido, o tener una inmensa voluntad de hacer daño, para traspasarlos.
No se me ocurre ningún chiste que no implique a ninguna persona real que me pudiera parecer intolerable. Reprobable, sí, desde luego, pero no inadmisible. Y eso nos lleva al asunto de la ficción, que una vez más, me parece que ha de ser plenamente libre, sin la más diminuta restricción, siempre que no implique a personas reales. Eso de que las personas se convierten en personajes en cuanto entran en una novela y que, por tanto, barra libre a la hora de calumniarlas, vejarlas o manipular sus hechos o sus palabras parece ante todo un subterfugio para canallas, una triquiñuela bastante indigna para justificar ganas de revancha, ajustes de cuentas o pueriles ganas de escandalizar. Pero si todos los personajes son inventados (o el autor escribe sobre sí mismo), entonces creo que hay que bajar todas las guardias.
La editorial madrileña Tránsito publicó hace mes y medio la primera novela de la bailarina, coreógrafa, payasa y artista del circo Greta García (Sevilla, 1992), y se trata de una novela bastante extrema en sus insolencias, y sin embargo está llena de gracia, tocada desde el principio por ese don extraño de lo oportuno, de lo acertado, de lo bien dicho.
En Sólo quería bailar se nos cuenta la historia de la Pili, o, mejor, nos la cuenta ella misma en una primera persona adornada con todos los abalorios del habla sevillana, y no cualquier variante de la misma sino una especialmente vulgar, callejera, barriobajera, pues la Pili no procede precisamente de una urbanización con piscina.
Desde el principio, me parece que queda claro que Greta García quiere colocar a su Pili en las filas de una buena tradición de personajes apaleados en la literatura, de buscavidas con más o menos suerte, de pobres diablos que, siempre en primera persona, cuentan sus desventuras para tratar de explicarse y, a veces, de redimirse, pero sobre todo para reprochar al mundo, o a los gobiernos, o a las instituciones, o a veces «al sistema» (o, con todo ello, a los mismos lectores) los golpes que han recibido, siempre injustamente a sus propios ojos.
«Me parieron y aquí estoy», afirma la Pili en la segunda página, y me parece imposible que García no fuera consciente al escribir eso tan al principio de cómo, con una fórmula como ésa, se emparenta su desafortunada muchacha con todos los pícaros que en nuestras letras han sido. Y, sinceramente, tras acabar Sólo quería bailar, siento que Lázaro de Tormes, Guzmán de Alfarache, don Pablos, la pícara Justina, Rinconete y Cortadillo o Pascual Duarte tienen que estar haciendo la ola a la Pili.
«La autora usa a su criatura para desahogar una enorme y justa rabia contra la burocracia»
No destripo nada si digo que la chica cuenta su historia desde la cárcel, algo que también tiene su largo pedigrí literario, pero prefiero que sea cada lector quien descubra cómo ha llegado allí, y cuáles han sido «los malos pasos» que han llevado a una estudiante de baile hasta un penal. Sólo diré que supongo que la autora usa a su criatura para desahogar una enorme y justa rabia contra la burocracia (las muchas burocracias, habría que decir, siempre en plural), y que en todo ello se adivina, al fondo, la intención última (o el impulso primero) de la escritura: denunciar un modo absurdo de hacer las cosas o protestar por sus arbitrariedades, al tiempo que se caricaturiza la precariedad de los jóvenes, los abusos de todo tipo de los poderosos o de las bien colocadas, las improvisaciones de la Administración y, en general, los averiadísimos mecanismos que consiguen que una buena chica cuyo horizonte y cuya ambición quedan dichas desde el título acabe trastornadísima, cometiendo barbaridades y languideciendo entre criminales (comparte celda con la Manuela, una mujer que asesinó a su bebé…). Todo aquel que haya leído el impresionante Michael Kohlhaas, de Heinrich von Kleist, sabe hasta dónde puede llegar la violencia o las represalias de un hombre justo, noble y bondadoso cuando sufre una horrible injusticia por parte de la Justicia, y en Sólo quería bailar asistimos a algo relativamente parecido, en versión no romántica sino poligonera, no tan sublime como salerosa.
En sus peripecias la Pili vive algún momento de descanso, alguna temporada de luz («De gira una no tiene muchos problemas, los problemas se quedan en el sitio»…), pero la norma general es el revés, el disgusto, el quedarse a las puertas. Se reflexiona mucho sobre la dureza deportiva de la carrera danzarina, pero se hace con esa gracia de la que hablaba arriba, y con el contraste brusco entre el distinguido y florido argot del baile (cada capítulo va titulado con un paso, o un movimiento) y el particular idiolecto de la Pili, lo cual lleva varias veces a momentos abracadabrantes. No todo el humor del libro reside en el lenguaje, por supuesto, pero ese lenguaje tan sabroso y bien reproducido es determinante en varios momentos para catapultar las carcajadas.
Sólo quería bailar es un gran debut sobre el tablado editorial, un buen monólogo. «Es increíble lo poco que he comío durante mucho tiempo y lo viva que estoy», dice la Pili. Y sí, es realmente increíble lo viva que está y va a seguir estando, sea cual sea la interpretación que se le dé a las últimas líneas de su desdichada historia.