Reinventar el periodismo, ese nido de piratas
«Las redacciones estaban compuestas antes por personas que iban a partirse la cara por una noticia veraz, por una firma que llenaba de orgullo a la pluma que hacia la crónica»
Hay cosas que no se sostienen con el paso del tiempo, costumbres que chocan con derechos adquiridos o incluso celebraciones que tienen una evidente caducidad. Una de ellas es el periodismo, un ocaso por el que atraviesa una profesión que debería funcionar para poner en jaque los excesos, las injusticias sociales, los abusos de poder, e incluso todo aquello que ejerce un mal sobre el resto.
Hubo un tiempo, no demasiado lejano, en el que los editores pagaban bien a sus empleados. También es cierto que los periódicos se vendían, los ingresos publicitarios se concentraban en los medios que, independientemente de ideologías, funcionaban de manera leal y correcta con la verdad. Hoy todo aquello es como un «busca», un teléfono de pared, el radiocasete del coche que sacabas para que no te lo birlaran o una redacción como la de Pueblo, que Úbeda narra en prosa como podría haber hecho en verso, pues es el reflejo de aquello que fueron las cosas bien hechas, las de verdad.
El libro narra la historia de una redacción bizarra, de una forma de entender la profesión como medio para denunciar las cosas que estaban estropeando la sociedad. También de una manera distinta de enfrentarse al director editorial, a la censura o a los propios sindicatos verticales, aquellos que nacieron a la sombra de un dictador pero que con el tiempo sirvieron para estropearle los cafés de la mañana. Estaba compuesto por personas que iban a partirse la cara por una noticia veraz, por una firma que llenaba de orgullo a la pluma que hacia la crónica, fotógrafos como el maestro, Raúl Cancio, que lo mismo retrataba a Richard Nixon que se disfrazaba de hippy para hacer la crónica de esa cumbre social que se vivió en la Isla de Wight en el verano de 1970 junto a Raúl del Pozo, tahúr de la prosa y el burle. También la escuela de muchos que fueron titanes, como Arturo Pérez Reverte, donde comenzó entendiendo que el teléfono de Lola Flores era vital en una agenda aunque jamás lo utilizara, o Fernando Navarro, Yale, que se coló vestido de médico en el hospital de la Paz, donde el ‘yernísimo’ había realizado el primer trasplante de corazón allá por 1968. Fue también la escuela de Super García, donde firmó un reportaje sobre la masacre de Tlatelolco, o de César Lucas, el único fotógrafo que captó el puñetazo que Paco Camino endiñó al Cordobés en la plaza de toros de Aranjuez.
Pero no sólo fue el lugar donde se hicieron nombres Raúl del Pozo, Andrés Aberasturi , Carmen Rigalt, Julia Navarro, Pérez Reverte y demás, sino el patio donde crecieron jugando a las historias titanes como David Gistau, hijo del abogado del periódico, Manu Marlasca, que lleva el mismo nombre que tuvo su padre, reportero brillante, y que se subía a las cajas en la redacción para hacerse escuchar.
«Emilio Romero, director de aquel vergel de frescura y canallismo, cuidaba de los suyos tratando siempre de conseguir estabilidad para su gente, algo que hoy también se queda bien lejos de la forma que se ha implantado en las redacciones»
El sonido de Pueblo, sito en Huertas 73, era el traqueteo de las Olivetti que clavaban la tinta que después serviría para hacer un reporterismo de primer orden, alejado de toda vergüenza o escrúpulos para conseguir firmar en la primera página. Eran una panda de desalmados que miraban la noticia de frente, cara a cara, como si fuese un combate de boxeo donde una buena leche se pegaba dos veces al soltarla primero.
Emilio Romero, director de aquel vergel de frescura y canallismo, cuidaba de los suyos tratando siempre de conseguir estabilidad para su gente, algo que hoy también se queda bien lejos de la forma que se ha implantado en las redacciones, donde la relación con el resto ha mutado en la distancia y la timidez que conlleva lo mal que está pagada la profesión. Un bucle de indiferencia que terminará por minar las pocas posibilidades que tienen los periódicos para sobrevivir.
Jesús Hermida, Tico Medina, José Antonio Plaza, Miguel Ors, Julio Merino; son tantos los nombres que se curtieron en sus mesas que después fueron regando de talento y de colmillo los demás diarios que fueron naciendo junto a la muerte de un Pueblo, decapitado definitivamente por Felipe González, aunque ya venía cojo y tuerto desde que Adolfo Suárez o el Rey Juan Carlos, se cepillaran al director que se perdía con el mismo ímpetu por las noticias originales que por las cabareteras.
El libro, Nido de piratas, editado por Debate y tan bien escrito por Jesús Fernández Úbeda, es el retrato de una escuela de periodismo que también coincide con una España que se revolvía mientras el eje principal se desvertebraba, como una forma de poder contar la verdad pese a cualquier problema, censura, porrazo o multa. Es posible que ese nido de piratas sea ahora la profesión, una forma que desaparece mientras la gente mira hacia otro lado de tantos goles que la prensa le ha metido por la escuadra. Posiblemente no volvamos a tener olor a tabaco negro y whisky en cada mesa, como también se ha sustituido la Olivetti por teclados de pantalla táctil y cobertura 5g. Pero cómo bien dice don Arturo Pérez Reverte en el prólogo, «es un magnífico libro de Jesús Fernández Úbeda, que sin duda habría sido uno de los nuestros» y que al menos nos sirve para recordar con nostalgia y admiración, el tiempo en que los periodistas y los escritores estuvimos valorados.