THE OBJECTIVE
Juan Marqués

El regocijo de Alejandro Zambra

«Su humor nunca es tosco, su sensibilidad nunca se hace melosa, sus confidencias nunca son incómodas ni agresivas, su alegría nunca se desentiende de esa melancolía»

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El regocijo de Alejandro Zambra

El regocijo de Alejandro Zambra.

Con los libros que tratan sobre los hijos, y especialmente cuando son todavía muy pequeños, ocurre como con los propios niños: es facilísimo ser comprensivo y paciente con los ajenos, pero con los tuyos te desesperas. Lo dice Alejandro Zambra hacia el final de su maravillosa Literatura infantil, recién publicado en Anagrama: «Pasa a menudo con los padres: se convierten en figuras paternas de todos, excepto de sus hijos». Por lo mismo, los textos que hemos escrito sobre los nuestros nos parecen ya no sólo impublicables sino «inconservables», acabamos siempre destruyéndolos (no vaya a ser que los aludidos acaben encontrándolos y despreciando todo ese amor que inspiraron…), pero nos enternecemos por sistema con los testimonios ajenos, a poco bien enfocados que estén. Y creo que tanto un fenómeno como el otro se deben a lo mismo: a la falta de responsabilidad. Con los niños ajenos te puedes desmadrar, puedes hacer el animal, los puedes maleducar o malacostumbrar un poco (todos hemos tenido un tío o un amigo muy cercano de los padres que cumplía esa función), pero con los tuyos has de ser intachable, inflexible, impecable. Si lees una carta que alguien escribe a su bebé, te relajas y te gusta, bajas la barrera de la exigencia al ser consciente de lo dificilísimas que son esas palabras (tan difíciles como pujantes, dictadas siempre por la emoción), pero con tus intentos te vuelves loco, todo son problemas y dudas y preguntas, no te dejan dormir…

Hace unos meses, leyendo El mundo es tuyo, una preciosa carta que Martine Delvaux escribió a su hija de quince años, confirmé algo que ya intuí cuando mis hijos eran muy pequeños y trataba de escribir un diario para ellos, con sus cosas, sus descubrimientos, sus palabras y sus miedos…: los libros a los hijos no hay que escribirlos cuando son bebés y nos sentimos violentamente impulsados a ello, sino cuando se hacen adolescentes o incluso más allá, pero no para que éstos puedan recibirlos, leerlos y entenderlos en el momento de su escritura, sino más bien para que a nosotros nos haya dado tiempo a enterarnos de algo. 

Y sin embargo, cuando se acierta…

No soy amigo de Alejandro Zambra, nunca nos hemos tratado ni escrito (sólo el otro día, el pasado viernes, pedí cuatro minutos con él para hacerle ese retrato de allá arriba), pero cuando me enteré de que había tenido un hijo me alegré mucho, y no sólo por ellos, que también, sino por nosotros, porque conociendo su obra se podía intuir que iba a ser imposible que la experiencia de la paternidad no saltase desde el alto trampolín de la felicidad al agua transparente de su literatura.

Y así ha sido: tras esa obra maestra que fue Poeta chileno (el mejor libro en nuestro idioma de ese extrañísimo año que fue 2020), Zambra nos da en Literatura infantil una serie de cuentos o «ensayos» relacionados con la infancia (los más ficticios), con su propia infancia (los más cómplices con el lector habitual, y en los que su propio padre –que no deja de protestar por ello– vuelve a ser protagonista) o sobre la infancia de Silvestre (los que hacen crecer aún varios centímetros más el siempre elevado listón de su escritura), obteniendo textos sobre su hijo que no son nada babosos, siendo muy tiernos; que no son nada sensibleros siendo puro cariño; que son inteligentísimos y agudos a pesar de estar escritos, por encima de todo, con el corazón.

La verdadera melodía de la vida siempre ha sonado especialmente bien afinada en los libros de Alejandro Zambra, y en un contexto editorial en el que se reclama, se premia y se celebra lo truculento, lo amargo, lo violento, lo victimista o lo escabroso, él, simplemente, ha entendido un poco mejor de qué va la cosa, y ha acertado a captar y cantar el lado amable del mundo, convirtiéndose en el mejor representante de hoy de una literatura fundamentalmente feliz y sonriente

«Los libros a los hijos no hay que escribirlos cuando son bebés, sino cuando se hacen adolescentes, pero no para que éstos puedan leerlos y entenderlos, sino más bien para que a nosotros nos haya dado tiempo a enterarnos de algo»

Porque ocurre que su humor nunca es tosco, su sensibilidad nunca se hace melosa, sus confidencias nunca son incómodas ni agresivas, su alegría nunca se desentiende de esa melancolía o incluso esa tristeza que inevitablemente están al fondo del cuadro sobre el que dibujamos otras cosas: allá al fondo del lienzo está siempre el cielo, o el mar, y no nos olvidamos de ello, pero por delante pintamos una ciudad, perfilamos unas criaturas, convocamos una enorme fiesta.

Y en cuanto a la autoficción, hay una intimidad que es luminosa, que no es nada narcisista ni presumida, y que nos concierne a todos. También se dice en este libro, disimulando lo esencial en un apunte sobre técnicas narrativas: «Últimamente me he venido reconciliando con la tercera persona. Y es que todo lo que sucede sucede para todosÇ.

Como he dicho antes, no conozco a Zambra, pero lo intuyo muy tímido, incluso reservado. Y es claramente de esos que no recurren a su vida para exhibirse, sino más bien para explicarse, y con ello explicarnos a muchos, haciéndose portavoz de una cierta forma de mirar en la que muchos podremos reconocernos, pues él da en el clavo de las cosas decisivas con una frecuencia admirable. Pero aunque lo hiciera, como tantos otros, por egolatría, por sobrevalorar su propia experiencia, por vanidad, por ese pueril afán de «registrar» la propia vida y hacerse la ilusión, así, de «permanecer»… también estaría bien, pues al final he aceptado que la monumental yuxtaposición o el intrincado solapamiento de todos esos miles de testimonios personales, nobles o equivocados, acaban formando un mapa bastante nítido de la aventura humana, por decirlo de un modo tal vez algo solemne. Y para que eso ocurra, por cierto, son totalmente necesarios también los libros malos, pues la mediocridad también dice mucho sobre ese gran relato colectivo, que tantas veces ha sido muy poco glorioso.

Literatura infantil es, en fin, un libro precioso, lleno de brillantez literaria, de sabiduría vital y de buena memoria. Son piezas narrativas (¡y alguna poética!) divertidas, significativas, atinadas, pertinentes, simpáticas, amables, reconfortantes, reparadoras, curativas… y, por tanto, bastante necesarias. Cada nuevo libro de Alejandro Zambra trae consigo una garantía ya no de calidad sino de regocijo, y aunque no es exactamente para pasarlo bien por lo que estamos en la literatura, ese ingrediente de la diversión –o al menos el entretenimiento– es consustancial a la creación, estuvo allí desde siempre. Y, en todo caso, cuando alguien me pregunte qué es para mí la literatura, o qué ha de intentar buscar y conseguir, creo que una buena respuesta será poner en sus manos un libro como Literatura infantil. Y no hará falta ninguna palabra más.

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