Sobrevivir a la campaña electoral
«Campaña electoral es ya sinónimo de confrontación; en algo estamos equivocándonos cuando los procesos electorales socavan el espíritu democrático»
Siempre que escuchaba a alguien decir que las elecciones son la fiesta de la democracia tenía que contenerme (¿qué buena fiesta empieza un domingo a las nueve de la mañana?). Pero les confieso que ahora estoy con los cursis: tengo en la nevera una botella de champán esperando al domingo para ser descorchada. El matiz es que yo no brindaré por el sufragio universal, sino por el fin de la campaña electoral. Las campañas electorales, tal y como las conocemos, son una enfermedad de las democracias, y por eso llegar a su final vivos (¡y demócratas!) bien merece una celebración.
Es sabido que existen escenarios capaces de sacudir cualquier democracia: crisis económicas, desastres naturales, atentados terroristas. Todas ellas son circunstancias exógenas, pero las campañas electorales son parte de la democracia y, como cualquier otra enfermedad autoinmune, la corroen desde dentro. Los partidos suben el tono y bajan el nivel hasta cotas siempre superables. Las palabras se afilan y las bases prenden. Se multiplican los actores: ya no tenemos que soportar sólo a nuestro alcalde, también a los cinco candidatos a sustituirle. Y claro, todos se ven forzados a distinguirse de sus adversarios y, por desgracia, sólo conocen dos formas de hacerlo: denigrándose a sí mismos con alguna coreografía o denigrando a sus rivales con juicios altisonantes. La deshumanización llega hasta la caricatura, y esto facilita que sea sacudido en los medios y las redes como una piñata.
«La victoria es más importante que la convivencia»
La toxicidad del adviento electoral es fácil de resumir: la victoria es más importante que la convivencia. Los candidatos recurren a tácticas socialmente divisivas y explotan esas divisiones en su beneficio. El resultado es un entorno político deletéreo, caracterizado por una mayor polarización, hostilidad y falta de cooperación entre las distintas facciones. Campaña electoral es ya sinónimo de confrontación; en algo estamos equivocándonos cuando los procesos electorales, consustanciales a la democracia, socavan el espíritu democrático.
El fin de la campaña no será el fin del populismo, como el final de la campaña de Navidad nunca es el fin del consumismo. Pero podemos ser optimistas: los candidatos desaparecerán, y los electos rebajarán la inflación de frases hechas, eslóganes infantiles y promesas absurdas. Me gustaría decir que volverán esos debates políticos de fondo que la campaña ha relegado a un segundo plano, pero para volver es necesario haber estado. Intento ser optimista, pero no soy ingenuo: formados los gobiernos, nuestros políticos no empezarán a tratarnos como a ciudadanos maduros, pero por lo menos saldremos de esta insoportable condición de borregos con derecho a voto a la que nos tienen reducidos.