The Sun Is Sinking in the West
«El ‘western’ es gran cine y un género que refleja la evolución del lenguaje cinematográfico tanto como los avatares de la sociedad norteamericana»
Se celebra estos días el Festival de Cannes, que pese a la sobreabundancia de certámenes interesantes a lo largo del año —de Locarno a Toronto— sigue reinando sobre todos los demás. De ahí que un viejo pasatiempo del aficionado al cine sea permanecer atento, durante la semana larga en la que se desarrolla, a lo que se dice de las películas que allí se estrenan. Es una manera de ir dando forma a las expectativas acerca de la temporada, pese a que no hay manera de saber qué películas de entre ellas acabarán llegando a las salas españolas ni cuándo lo harán. Antaño, cuando los periódicos eran de papel, uno recurría a la crónica de los enviados especiales de los diarios españoles —con el inolvidable Ángel Fernández-Santos a la cabeza— a la espera de que las revistas especializadas proporcionasen información adicional.
Hoy, claro, las posibilidades son innumerables: desde los tuits de los críticos de todas las nacionalidades a los podcasts que algunas publicaciones organizan in situ (Film Comment sigue haciéndolos, pese a que la revista se cerró durante la pandemia). El reparto de premios es lo de menos, sujeto como está a los caprichos e intereses de jurados heterogéneos, aunque lógicamente traerse un galardón bajo el brazo sea el sueño de los distribuidores. Este año, el presidente es Ruben Östlund y entre sus miembros se cuenta Julia Ducournau, directora de la aclamada Titane; mejor no esperar demasiado.
En todo caso, estos días han llamado mi atención dos inusuales referencias al western norteamericano. Género moribundo que se resiste a desaparecer, ha hecho acto de presencia en Cannes gracias al mediometraje que ha rodado Almodóvar —se estrena hoy en nuestro país— en torno a la relación entre dos ex pistoleros homosexuales que se reencuentran después de 25 años. Almodóvar ya había homenajeado a la inmortal Johny Guitar en la secuencia inicial de Mujeres al borde de un ataque de nervios, cuya célebre escena intimista en plena madrugada entre Joan Crawford y Sterling Hayden es doblada por Carmen Maura; el cartel de Extraña forma de vida, que así se llama su debut en el género, es un claro homenaje a la silueta de Vienna revólver en mano. En las entrevistas que ha concedido estos días, el director manchego ha mostrado su reverencia por el género —desde luego compatible con sus revisiones más irreverentes— y recordado que ha proporcionado a Norteamérica una forma de relato épico de la que carecía. Pronto veremos lo que Almodóvar ha hecho con él; que haya querido hacerlo ya es digno de aplauso.
Sucede que el western se cuela también, según hemos leído, en el esperado retorno al largometraje de uno de nuestros realizadores más importantes: Víctor Erice. Parece que Cerrar los ojos es una película sobre el cine y la relación del cine con la identidad y la memoria; parece asimismo que hay una secuencia en la que el protagonista, interpretado por Manolo Solo, se pone a cantar en compañía de unos amigos la memorable «My Rifle, My Pony & Me». O sea: la canción con la que se entretienen los héroes de Río Bravo a mitad de película, mientras esperan la inevitable confrontación con el terrateniente-villano que los somete a asedio.
Hablamos de una tonadilla irresistible que interpretan Dean Martin y Ricky Nelson, con el apoyo de Walter Brennan y en la presencia imponente de John Wayne. ¡Casi nada! La película de Howard Hawks, rodada como Centauros del desierto o Colorado Jim con el color más hermoso que ha dado una pantalla (el Technicolor y sus equivalentes de los años 50), dejó por cierto otro tema musical para el recuerdo: el «Degüello» de Dimitri Tiomkin, que se inspira en el toque de corneta que los mexicanos emplearon contra los soldados estadounidenses refugiados en El Álamo a modo de guerra psicológica, que Ennio Morricone reformularía sin disimular mucho en Por un puñado de dólares.
«La tradición clásica hollywoodense se ha desarrollado a través del western como uno de sus géneros mayores»
Pero lo importante —ya me entienden— es otra cosa. Tal como ha señalado Elsa Fernández-Santos desde Cannes, Erice ha recurrido en esa secuencia a un símbolo entrañable en el que pueden reconocerse todos los amantes del western y, por extensión, del cine clásico hollywoodense. Existe una comunidad global que agrupa a quienes todavía aman el género y lo entienden como una manifestación natural del arte cinematográfico. Son aquellos que reconocen sobrecogidos la melodía de Max Steiner que abre Centauros del desierto o se saben de memoria la letra del tema de Peggy Lee que cierra Johnny Guitar. Por no hablar, claro, de las imágenes o las secuencias o las líneas de diálogo: estos días luce en Criterion Channel un ciclo dedicado a las películas que James Stewart hizo con Anthony Mann, entre ellos un conjunto de prodigiosos westerns que llenaron la década de los 50 de encuadres impecables y venganzas obsesivas.
Pese a ser uno de los géneros cinematográficos por excelencia, sin embargo, el western hace tiempo que ha perdido el favor popular y no parece decir mucho a los espectadores más jóvenes. Se han seguido haciendo películas del Oeste, qué duda cabe, algunas de ellas sobresalientes e incluso originales (Audiard logra en Los hermanos Sisters incorporar a la nómina histórica de sus personajes a un químico que lee a Fourier y busca oro para crear un falansterio en medio del wilderness californiano); y sería chocante que una industria como la norteamericana renunciase a ese legado monumental. No obstante, el cine negro ha envejecido mejor: se celebran festivales noir, se ruedan neo-noirs, se editan cajas que recuperan la producción de serie B del Hollywood clásico en Blu-Ray. Por contraste, una película como Centauros del desierto no cuenta todavía con una edición restaurada en ese formato (al menos que yo sepa y sin contar las copias fraudulentas, tan habituales en España, que presentan como Blu-Ray lo que no es más que una grabación procedente de Blu-Ray). Es verdad que hay thrillers con estructura interna de western, como solía recordar el difunto Fernández-Santos, tesis que a menudo ilustraba con la magnífica Driver, de Walter Hill, un director que –precisamente– ha hecho a sus 80 años un western que solo se ha estrenado en unos pocos cines españoles: en provincias tendremos que esperar.
Sea como fuere, para alguien que siempre ha pensado que el western es el cine, o cuando menos que no se puede amar el cine sin amar el western, resulta desconcertante toparse con una lista –la de Sight & Sound, comentada profusamente en este blog– que solo tiene sitio para dos obras del género entre las 100 mejores películas de la historia. Y con truco: aunque Centauros del desierto merece estar como poco en el puesto 15 que aquí ocupa, su elevada posición debe mucho al lugar que ha pasado a ocupar en la teoría fílmica contemporánea como película que problematiza el racismo latente en la etapa clásica del western y proyectada a los estudiantes bajo esa premisa. En cuanto a Hasta que llegó su hora, que casi cierra la lista en el puesto 95, su merecido prestigio no puede separarse del influjo que eso que se puede llamar «tarantinismo» ha ejercido sobre la opinión de los aficionados en las últimas décadas. Aunque es justo reconocer que Rio Bravo y Johnny Guitar estuvieron a punto de hacerse un hueco entre las elegidas, la aproximación elegíaca de Erice parece justificada: el amor por el western da forma hoy casi –digámoslo con Almodóvar– a una extraña forma de vida.
«No se puede amar el cine sin amar el western»
Por lo demás, es algo que se puede explicar fácilmente: no es lo mismo aficionarse al cine cuando la industria sigue produciendo westerns o cuando las televisiones —antes de la dispersión de la oferta— programan westerns con asiduidad, como pasaba aún en los años 80, que hacerlo cuando el western solo protagoniza estrenos ocasionales y rara vez es programado en televisión o destacado en las plataformas. Por fortuna, el género conserva cierto predicamento entre quienes lo entienden como una manifestación gloriosa del cine clásico, aun cuando haya un tipo de aficionado que apenas sale de John Ford y Howard Hawks; igual que hay quien cultiva de manera exclusiva el spaghetti western.
Pero es la asociación entre historia del cine americano y western —que empieza en el mudo, alcanza su apoteosis en el cine clásico y se enriquece con la llegada del cine moderno y la consiguiente revisión crítica o crepuscular del modelo tradicional— la que explica que uno pueda afirmar que —por decirlo de una manera distinta— no se puede amar el cine sin amar el western. O sea: no es ya que el espectador haya entrado en contacto con el western mientras se educaba en la tradición clásica hollywoodense, sino que la tradición clásica hollywoodense se ha desarrollado a través del western como uno de sus géneros mayores. De manera que el western es gran cine y, además, un género que refleja la evolución del lenguaje cinematográfico tanto como los avatares de la sociedad norteamericana.
Ahora bien: un tuitero anónimo defendía el presunto rupturismo ideológico de la lista de Sight & Sound diciendo que «la experiencia fílmica del hombre blanco heterosexual no es la única posible». Y en eso llevaba razón: ¿cómo podría serlo? El cine que se ha hecho fuera de Hollywood, por ejemplo, ha tenido menos impacto sobre los espectadores occidentales, cuya memoria compartida ha dado forma al canon tradicional; pese a que una buena parte del cine internacional —Francia, Italia, Japón— ha cosechado también el debido reconocimiento (lo que incluye a un cine de samuráis que en tantos aspectos se asemeja al western). Menos claro está cuál es el tipo de memoria cinematográfica compartida puede construirse a partir de la experiencia de esas minorías a las que aludía el tuitero; ni siquiera es evidente que esas minorías fílmicas existan. Bien podrían ser la proyección imaginaria del puñado de críticos e intelectuales que se dedican activamente —es una noble tarea— a rescatar un tipo de cine que históricamente ha ocupado —a veces por buenas razones— una posición marginal. Y es que el cine es un arte popular, o al menos lo ha sido desde su origen y durante todo el siglo XX; nuestra valoración de su historia, placeres y emociones personales al margen, no puede desdeñar esa circunstancia.
Siguiendo al tuitero anónimo, encontraríamos una ratificación de su tesis —aunque quizá no la que él mismo esperaría— en la propia experiencia fílmica del «hombre blanco heterosexual» que es Víctor Erice. Para ello, basta con acudir a una de sus obras: el formidable mediometraje La Morte Rouge (disponible en Vimeo), soliloquio estrenado en 2006 donde el realizador vizcaíno rememora su infancia y, en particular, su primer contacto con el cine. Fue en el Casino Gran Kursaal de San Sebastián, en plena posguerra española y mundial, el 24 de enero de 1946; la película que Erice vio a los 5 años de edad fue La garra escarlata (que está en Filmin), dirigida dos años antes por Roy William Neill, donde Sherlock Holmes investiga unos misteriosos asesinatos en el pequeño pueblo canadiense de La Morte Rouge. Su maravillosa evocación da cuenta del impacto que produjo la gran pantalla en la impresionable conciencia de aquel niño, habitante de un mundo sombrío que apenas terminaba de contar a sus muertos.
Claro que Erice siguió yendo al cine y, aunque había abandonado San Sebastián cuando Alfred Hitchcock presentó allí Vertigo en la edición de 1958 (salvo que pasase allí el verano), en Madrid tuvo la oportunidad de ver mucho más cine que en su ciudad natal. Y alguien que empieza a estudiar en el Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas —¡qué buen nombre!— en 1961 hubo de familiarizarse enseguida con la política de los autores enarbolada por los críticos-directores de Cahiers du cinéma, que hizo posible una reevaluación del Hollywood clásico en el momento de la decadencia del sistema de estudios. Recordemos que una de las facciones de la revista francesa estaba formada por los llamados «Hitchcocko-Hawksianos», defensores del talento creativo de ambos realizadores. De hecho, 1958 no es solo el año del estreno de Vértigo sino, también, el de Rio Bravo. Hay que suponer que Erice la vio con 18 o 19 años: ¿cómo podría resistirse a sus encantos? Su homenaje al western en Cierra los ojos cobra así un claro sentido biográfico y da testimonio de una forma de entender y vivir el cine que hoy solo mantiene vivo una gozosa minoría global; una que quizá pueda todavía encontrar continuidad durante este siglo XXI y cuyos miembros morirán —cuando llegue el momento— con las botas puestas.