Una peligrosa tortura electoral
«Contactar individualmente con el elector y pagarle el voto en mano es delito, mientras que apelarle de forma colectiva y pagarle en diferido es estrategia»
Si no fuera porque las campañas electorales son un negocio en sí mismas, del que se beneficia una pequeña y no tan pequeña industria, podría plantearse que, en vez de durar las dos semanas de rigor, duraran como mucho dos días. Uno para que los candidatos insultaran la inteligencia de los electores, y otro para que los electores se lo perdonaran.
No sé si a usted le sucede lo mismo, querido lector, pero las dos semanas que duran las campañas electorales se me hacen interminables. Es verdad que en campaña estamos todo el año, que las campañas realmente nunca empiezan o terminan. La razón de esta contienda inacabable es muy simple. La política es, con mucha diferencia, la industria más importante de todas porque consiste en controlar lo público. Y lo público mueve cada año bastante más de medio billón de euros (634.297 millones de euros en 2022), emplea de forma directa a más de 3,5 millones de individuos y de forma indirecta, ni se sabe. Así que no hay sector económico equiparable.
Pero, por más que el botín lo merezca, dos semanas resulta a todas luces contraproducente. Reducir la duración de las campañas sería un gesto de clemencia hacia los electores y especialmente hacia los propios partidos, porque les ayudaría a disimular su selección adversa y su alarmante falta de talento y capacidad de trabajo.
Acortar los tiempos también serviría para hacer más difícil la puesta en marcha de tramas de compra de votos, como las detectadas en esta campaña. Porque si algo le faltaba a nuestra maltrecha democracia, es la evidencia de que los votos pueden ser comprados y que, de hecho, se compran. Pero tampoco nos rasguemos las vestiduras, porque aun siendo muy grave, lo cierto es que la compra de votos es desde hace mucho el alma mater de las campañas electorales. Ocurre que hay formas y formas de hacerlo. Contactar individualmente con el elector y pagarle el voto en mano es delito, mientras que apelarle de forma colectiva y pagarle en diferido es estrategia. No sé cuánto habrán pagado en Melilla o Mojácar por los votos, pero no creo que llegue a los 15.000 millones de euros que va a costarnos en 2023 la revalorización del 8,5% de las pensiones, que no es otra cosa que una compra de votos masiva, aseada y perfectamente legal pero compra, al fin y al cabo.
«Lo peor es que la política ha desaparecido cuando más se la necesita»
Para colmo, cuando las campañas electorales se alargan, no hay ocurrencias bastantes con las que jalonarlas. Los candidatos acaban prometiendo coaching de barrio, colgando lonas gigantes con la cara de ciudadanos anónimos a los que señalan en la mejor tradición de la mafia, denunciando golpes de Estado imaginarios, avalando parte de las hipotecas de las casas con el dinero ajeno, reduciendo las jornadas laborales en el país con el mayor desempleo estructural de Europa, regalando entradas de cine a los mayores, tumbándonos a todos en el diván del psiquiatra, etc.
Hace bastante tiempo, cierto político advirtió del peligro de que la alternancia democrática acabara reduciéndose a una competición de nuevas promesas y contrapartidas del Estado de bienestar. En su opinión, si los partidos y las elecciones no eran más que listas rivales de promesas, difícilmente valdría la pena preservar la democracia porque la democracia, como sistema, se reduciría a la compra de votos. Más de medio siglo después esto es lo que ha sucedido en muchos países y, muy especialmente, en el nuestro. Con todo, este concurso de regalos, esta tómbola delirante, con sus mezquinos señalamientos y falsas denuncias, no es lo peor. Lo peor es que la política ha desaparecido cuando más se la necesita.
Lamentablemente, las elecciones se han reducido a una competición de corporaciones elitistas, muy alejadas de la calle, que pretenden vender su producto sin mostrarlo, sino advirtiendo de lo malo y peligroso que es el de la competencia. Esta forma de hacer campaña es la que ha terminado por alumbrar expresiones tan absurdas y vacías como «derogar el sanchismo».
Es difícil imaginar, por no decir imposible, a una empresa privada intentando vender lo que produce sin mostrárnoslo, sino haciendo publicidad negativa de lo que fabrica la competencia. Pero eso es precisamente lo que hacen los partidos políticos en España. En la derecha lo llaman voto útil; en la izquierda, cinturón sanitario. Sospecho que, si no se muestra el producto, es porque es una porquería. Y sospecho que el público también lo sospecha. De ahí que el siguiente paso consista en rebajarse a advertir que lo que vende la competencia, además de ser una birria, es extraordinariamente peligroso.
Diría que desde que la mayoría absoluta de José María Aznar se fue al garete, en España se vota no a favor de, sino en contra de. Así, desde hace décadas, todo son alertas, advertencias, admoniciones y apocalipsis. No hay políticos. Hay telepredicadores.
«Los españoles hace mucho que acudimos a las urnas, no para escoger determinadas políticas, sino para evitar la catástrofe»
Animados primero por una izquierda conmocionada por la derrota del felipismo y, más tarde, por una derecha venida a menos, los españoles hace mucho que acudimos a las urnas, no para escoger determinadas políticas, sino para evitar la catástrofe. Puede que haya políticos que abusen de este enfoque desde una honestidad equivocada, pero honestidad después de todo. Sin embargo, ya le adelanto, querido lector, que esa es la excepción y no la regla. La razón de esta histeria electoral la he señalado unos párrafos más arriba: la pasta.
Ocurre que, en los países entregados de hoz y coz a la religión del gasto público, cada vez que hay elecciones se ponen en juego ingentes cantidades de dinero, colocaciones y salvoconductos. Si en los países ricos esta circunstancia acaba desnaturalizando la democracia, en un país como el nuestro, donde la gente es cada vez más pobre y dependiente, la democracia se convierte en una pesadilla. En ese sistema que, como advertía aquel clarividente político, difícilmente vale la pena preservar.
Así, hemos asistido a la campaña electoral más mezquina y vergonzosa de la historia de nuestra democracia. Pero es seguro que este récord durará solo hasta las siguientes elecciones. ¿Alguien lo duda? La cuestión no es la capacidad de degradación casi infinita de los partidos, con tal de acceder a los presupuestos, sino lo peligrosa que es esta deriva.
En contra de lo que la propaganda electoral vende, la democracia no es un fin en sí misma sino un medio para garantizar la libertad y el buen funcionamiento de las instituciones. El simple voto no es suficiente: debe servir para controlar a los gobernantes y proporcionar una eficaz representación. Y la prioridad de la Constitución debe consistir en garantizar unas instituciones neutrales, sometidas al oportuno juego de contrapoderes y al imperio de la ley. Por desgracia, los partidos parecen empeñados en ignorar estos principios.