Estrategia de tierra quemada
«Un demócrata nunca pondría la conquista del poder por encima de la preservación de las instituciones y de la convivencia entre ciudadanos»
No hace mucho, cuando quiso hacerse con el control del PSOE, se le acusó de pretender hacerlo a costa de la demolición del partido. Así ocurrió, finalmente: Sánchez se coronó como el líder, pero el partido perdió su esencia y su conexión con la sociedad. Ahora intenta retener la Presidencia del Gobierno -la composición precisa de ese gobierno siempre ha sido un tema secundario para él-, aunque sea al precio de liderar después un solar de odio y división.
Ignoro si la estrategia de campaña mostrada por Sánchez desde la convocatoria del 23 de julio le surtirá beneficios electorales, aunque apuesto a que no. Pero, aún si fuera así, gobernaría un país enfrentado y dolido, incapacitado para la convivencia y el progreso. La estrategia electoral de Sánchez es una estrategia de tierra quemada que abunda en la polarización y nos condena a los españoles a ahondar en los conflictos que nos han paralizado como sociedad en la última década.
No digo que una victoria del Partido Popular sería un camino de rosas. La propia indefinición de su proyecto, sumada a la amenaza que representa Vox, son augurios de tiempos complejos. Eso sin contar con la oportunidad que encontrarán nacionalistas y populistas para volver a las calles. Pero, al menos, no he escuchado todavía a nadie en el PP decir que quienes no les voten a ellos pertenecen a la peor España, como hace Sánchez a diario.
La identificación propagandística de Sánchez con la Mejor España -lo escribe así, en mayúsculas- representa el retroceso a los peores tiempos de nuestra historia, al cainismo que nos dividía en dos bandos, al fanatismo que conducía automáticamente a la mitad de los españoles a odiar a la otra mitad que pensaba distinto.
¡Qué falta de escrúpulos revela una estrategia así! Y qué falta de argumentos también. Personalmente derrotado el 28 de mayo, castigadas por los electores su actitud y la política de su gobierno, Sánchez no ha encontrado mejor razonamiento del que echar mano que llevar al país a pronunciarse entre la Mejor España -la suya- y la Peor España, que se supone que es la de todos aquellos que están contra él.
Para no formularlo de manera tan grosera, ha decidido que sus críticos son todos extremistas, de tal forma que quienes no quieran votar por él simplemente porque no lo soportan o les repugnan sus decisiones de los últimos años, no les quedará más remedio que hacerlo por la derecha extrema o la extrema derecha.
Desde luego, no le va a funcionar. Hace tiempo que este país ha demostrado más sentido común que sus líderes políticos, así como ha dejado ya de inquietar esa recurrente alarma antifascista que causa hoy más risa que espanto. Como, además, la gente está un poco cansada de que Sánchez y los suyos les riñan e insulten, es probable que el bofetón en las urnas sea monumental.
«Hace tiempo que este país ha demostrado más sentido común que sus líderes políticos, así como ha dejado ya de inquietar esa recurrente alarma antifascista que causa hoy más risa que espanto»
Sin embargo, lo más importante, como decía, no son tanto los efectos electorales de esta estrategia nefasta, sino lo que indica sobre la categoría de quien la aplica. Es legítimo, y hasta obligado, que un político haga lo que pueda por ganar unas elecciones. El poder es, desde luego, el mejor espacio desde el que contribuir al avance de un país. Pero no es el único. También desde la oposición se puede hacer, entre otras razones porque las instituciones de una democracia están diseñadas de tal forma que así sea.
En una democracia, por definición, el poder está repartido y no es necesario tenerlo todo para ejercer influencia. Precisamente por eso, aún siendo una aspiración lógica la búsqueda del poder, un demócrata no se ve obligado a hacerlo a cualquier precio. Un demócrata nunca situaría la conquista del poder por encima de la preservación de las instituciones y, sobre todo, del entendimiento entre los ciudadanos.