THE OBJECTIVE
Jorge San Miguel

Todas las canciones hablan sobre ellos

«Un factor en la desconexión con la realidad del Gobierno de Sánchez está en que es el primero integrado por gente cuya popularidad se ha basado en Twitter»

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Todas las canciones hablan sobre ellos

Ilustración de Erich Gordon.

Hace un par de días recomendé un poco de ecuanimidad al entorno gubernamental, que lleva desde las elecciones del domingo 28 pegando chillidos y moviéndose de forma espasmódica; pero, a la vista del inicio de semana, parecen más cerca de protagonizar un Jonestown que de calmarse y reflexionar. No llegará la sangre al río, suponemos, porque a medida que se acerque la cita electoral, si las encuestas no mejoran —y no tienen pinta—, parte de la coalición interna y externa de apoyos irá perdiendo cohesión y fuelle. Tanto por la desmovilización orgánica —todos los cuadros que han salido de gobiernos municipales y autonómicos y diputaciones, y que quizás no tengan todos los incentivos para desfondarse en la próxima campaña—, como por el cálculo racional de muchos actores individuales: determinados gestos, en el ascenso, señalizan compromiso y lealtad; pero pasarte de la raya, sobre todo cuando vienen mal dadas, te convierte en mercancía averiada en el siguiente contexto.

Intento con todo explicarme la ferocidad de la reacción y la, a mi juicio, extraordinaria desconexión con la realidad del país que muestran buena parte de esos cuadros, simpatizantes y propagandistas. Creo que un factor es que el de Sánchez ha sido el primer Gobierno de la generación socializada en el ciclo ZP-15M y el primer gobierno Twitter. Quiero decir con esto, por un lado, que es un Gobierno que se ha nutrido en parte de gente cuya popularidad o crecimiento profesional se ha basado o al menos apoyado en internet (ahí podríamos incluirnos muchos). Y por otro, que por esta razón, y por la tendencia social imperante hacia formas más o menos intensas de narcisismo, de autoexpresión como valor máximo, prima en su ejecutoria no sólo lo comunicativo, sino algo que podríamos definir en términos algo groseros como «llevar razón».

Las relaciones en internet, especialmente en sitios como Twitter, donde ni el estatus, ni la imagen ni el mérito real son evidentes —y donde, de hecho, suelen permanecer ocultos— se fundamentan en algo así como el impulso realizado o no de «tener razón». Prima por ello una modalidad neurótica de compromiso político, que a menudo parece divorciada de condiciones objetivas, y se centra en adquirir una pequeña dosis diaria de autoestima o estatus a base de exhibirse en redes y quedar por encima —o pretenderlo— en alguna discusión. Con el añadido de que muchas de esas discusiones son meramente posicionales, y el juego de ataque y defensa en ocasiones varía con apenas días de diferencia.

Estas tendencias creo que ayudan a entender no sólo la orientación hipercomunicativa del Gobierno —que, bien es cierto, compartían los proyectos de la «nueva política» y a la que ningún partido ni administración puede sustraerse del todo hoy día—; sino la incapacidad de buena parte de este ecosistema gubernamental para entender y analizar la percepción real que los ciudadanos tienen de su acción de Gobierno. Porque, además, incluso personas con formación o experiencia en ámbitos que deberían vacunarlas contra ello han acabado asumiendo que el relato es omnipotente. Pero el relato siempre encuentra algún límite, por mucho que se arremeta contra los intermediarios de relatos como se arremete contra los intermediarios de bienes.

«La mayoría del público no consume noticias, menos aún noticias políticas, de forma organizada y compulsiva»

El caso de la economía es palmario: frente a la ansiedad económica que atenaza a amplias capas sociales, y la realidad de un desempeño económico mediocre en el mejor de los casos desde la pandemia, la intelligentsia gubernamental ha opuesto a menudo disquisiciones teóricas, a veces tramposas, a veces fundadas, pero cuyo recorrido frente a la percepción inmediata y cotidiana de tres o cuatro variables por parte del electorado es prácticamente nulo. A la impopularidad del presidente y sus alianzas, portadas y artículos de medios extranjeros escritos por corresponsales que sólo se relacionan con ejemplares sociales como ellos.

Además, el efecto de los anuncios y proclamas es siempre limitado. Para empezar, porque la mayoría del público no consume noticias, menos aún noticias políticas, de forma organizada y compulsiva; y no toma notas sobre programas políticos de actuación. Segundo, porque incluso cuando llegan al público, la credibilidad de los anuncios siempre acaba tamizada por las simpatías previas y la desconfianza general hacia «los políticos». Tercero, porque incluso las medidas que se valoran positivamente tienen que ponerse en práctica, y hacerlo de manera efectiva y que no genere más incomodidades al teórico receptor.

Y, por último, porque muchas medidas tienen un alcance limitado, bien por diseño—beneficiar a grupos concretos— o porque los requisitos, la implementación o el propio interés ciudadano así lo acaban determinando. El SMI, por poner un ejemplo cacareado, afecta a una porción marginal del mercado de trabajo -motivo por el cual no es una medida demasiado efectiva para mejorar las condiciones de la gran mayoría de trabajadores. Por contra, el encarecimiento de la vida, la falta de oportunidades laborales o la percepción de la política como un espectáculo ruidoso y nocivo llegan a todo el mundo de manera directa y desintermediada.

Si añadimos que parte de los cuadros a los que me refería antes, y de los propagandistas que oficial u oficiosamente han apuntalado desde fuera, provienen de entornos profesionales como académicos y periodistas —degradados en términos de estatus social y poder adquisitivo, pero que conservan cierta aspiración de liderazgo intelectual—, se empiezan a entender mejor las adhesiones inquebrantables y también la distancia con los Estados de ánimo mayoritarios. Hoy estos cuadros formales o informales van por ahí desorientados, profiriendo chillidos y quejas como el personaje de Guerra y paz que se pregunta qué le ha hecho él a los franceses cuando empiezan a volar los cañonazos en Austerlitz. Porque siguen pensando que llevan razón y porque todas las canciones, a fin de cuentas, hablan sobre ellos, no sobre los votantes. De nuevo, son recomendables mesura y agilidad para reaccionar cuando los viejos apparatchiks empiecen a bajarse del barco; no vayan a quedarse los otros como los monitos de la peli de Herzog, saltando en la balsa a la deriva en torno a Lope de Aguirre.

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