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La alcaldesa y el cuchillo de la concejala

Este artículo es el primero de la serie ‘Género Politíaco’, donde se narrarán algunos sucesos de ‘thriller’ que tenemos en la política actual

Opinión

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  • A. J. Ussía, Madrid 1983, escritor por vocación y devoción, ha publicado las novelas El Puente de los Suicidas (Círculo de Tiza, 2023), Vatio (2021), Cuento del Norte (2020), escribe en THE OBJECTIVE y Ethic, y colabora en radio en el programa Más de uno Madrid (Onda Cero) con la sección «Contrabando». Además, ha fundado las editoriales Coba Fina y Neupic, la discográfica U Bros Records, después de trabajar en Emi Music de A&R, con artistas de la talla de Luz Casal, Antonio Vega, Enrique Bunbury, Macaco, Camela, Raphael Haroche, Melendi o Dover. También fue redactor en diferentes revistas.

Después de dejar a los niños en el cole, Luisa cruzó el paso de cebra para llegar a su coche. Le sorprendió ver al novio de su compañera del ayuntamiento al otro lado de la calle, apoyado justo en el capó de su vehículo. La saludó, y le pidió charlar unos minutos de un asunto que los dos conocían. Ella se ofreció a llevarle, se subieron al coche y comenzó la conversación: 

—Tienes que entender que todo esto la está afectando mucho, Luisa. No podemos seguir así, mujer. 

—Pero ¿no te das cuenta que yo no he hecho nada? 

—Mira, de verdad, tienes que cambiar de actitud. 

—Pero, ¡cómo me dices eso!

Entonces, él sacó una pistola, apoyó el cañón en sus costillas y ordenó: 

—Da la vuelta, que ya me he cansado de tanta tontería. 

—¿Qué me vas a hacer?

—Si te portas bien, nada. Pero tienes que dejar de airear el pufo ese que va terminar matándote. 

—No me podéis hacer nada. Soy una concejala. 

—Pues mira que igual te podemos hacer lo que nos dé la gana.

Ató sus manos con bridas y le colocó cinta adhesiva en la boca. Intentó meterla en el maletero, pero Luisa se resistía, así que decidió sentarla de nuevo en el asiento del copiloto, mientras le echaba en cara todo su comportamiento. Luisa rompió a llorar. 

—Así lloraba ayer mi mujer, hija de puta. ¿Ves lo que se siente? Por tu culpa eran sus lágrimas. 

—No me hagas daño, por favor — sollozaba. 

—¿No te haga, daño, que no te haga daño…?; maldita zorra. Con el daño que nos has hecho tú a nosotros, y muy en especial a Marta. 

«¿Quién sabe cómo se acaba hoy en día con un compañero de partido político?»

La situación era cada minuto más delicada. Luisa continuaba llorando mientras el captor daba vueltas en el coche por el municipio cercano a Granada. No dejaba de recordarle lo del expediente de urbanismo, de reprocharle lo poco integrada que estaba en el gobierno municipal y demás comportamientos de Luisa. Le decía que era una tecnócrata, que allí las cosas de licencias se llevaban de una manera y que no podía llegar y cambiarlo todo como sí le perteneciera a ella. —Y encima lo del expediente de Marta, eso sí que no te lo perdono, zorra —añadió. 

Después hizo una parada. La agarró con fuerza y le volvió a apuntar con la pipa. Luisa se levantó cómo pudo y Jorge terminó de atarle los tobillos con la misma cuerda. Abrió el maletero y la golpeó en el estómago para doblarla. Cerró el maletero con tanta fuerza que Luisa entró en shock por el sonido y por el miedo, que para ese momento era abrumador.

El coche se puso en marcha y recorrió media hora de trayecto por una carretera secundaria. Llegaron al garaje de una nave, el eco del motor se escuchaba por todas partes, y cuando se detuvo y apagó el motor, Luisa se pensaba que la iban a matar. En su cabeza, sus hijos, el miedo de faltarles comenzaba ganar al miedo por morirse. Escuchó cómo se alejaban unos pasos, una puerta metálica, y después, silencio. 

Jorge esperaba en el arcén del metro. Se subió al tren para recorrer la distancia de vuelta en transporte público y no dejar huellas. Estaba nervioso, indeciso de hasta dónde debía llegar para que la cosa no se le fuera del todo de las manos, aunque en realidad, ya se le habían ido. Y eso le agobiaba más y más. Cuando llegó a la ciudad, fue directo a una ferretería. En el mostrador, el dependiente le preguntaba mientras él seguía divagando en su fechoría. No tenía claro cómo deshacer lo caminado, ¿intentar salvarse, huir o directamente cortarla el cuello y hacerla desaparecer? Fue a la segunda pregunta del dueño de la tienda cuándo reaccionó:

—Un cuchillo y un rollo de cinta americana. 

—El cuchillo ¿de cocina?

—Sí, uno grande y con mucha hoja. 

Al salir de la ferretería se topó con Marta. Se miraron, ella le preguntó algo al oído. Él asintió y después continuaron cada uno por su lado. Marta era la alcaldesa y le había asegurado que nadie se extrañó por la mañana en el ayuntamiento por la ausencia de Luisa. 

Mientras tanto, Luisa peleaba contra las bridas y los sillones traseros de su coche. Después de varios tira y afloja, consiguió empujar los asientos y dejar un hueco por el que escapar del maletero. Se quitó las cuerdas que la ataban los tobillos, empujó la puerta trasera, se arrancó la cinta de la boca, y saltó al aparcamiento de la nave en la que estaba recluida. Salió corriendo del complejo, reconocía la zona, distaba a unos treinta kilómetros del colegio de sus hijos. Entró en el primer bar que encontró abierto. La Guardia Civil llegaría diez minutos más tarde. 

Una hora después, el secuestrador estaba detenido, ingresó en prisión provisional hasta que se aclararan los hechos. La alcaldesa tuvo que dimitir de sus funciones y está siendo investigada por la Guardia Civil y la Policía Nacional por ser cómplice, instigadora, o vaya usted a saber. Luisa, recuperada, piensa que pudieron torturarla o matarla, ¿quién sabe cómo se acaba hoy en día con un compañero de tu partido político?

Este artículo es el primero de la serie Género Politíaco, donde se narrarán algunos sucesos de thriller que tenemos en la política actual. Los nombres de los protagonistas han sido modificados.

1 comentario
  1. 1Ruiz

    Hoy estoy opinando mucho, cosa que no me gusta hacer,.
    Este sistema está mal planteado. Hay Que reducir la clase política en su número de forma drástica, no por el gasto que supone (eso es irrelevante) si no por la cantidad de gente sin cualificación (no me refiero a la académica, cuidado) alguna.
    Un macarra subnormal no puede llegar a concejal.

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