Irene Montero y el honor de un padre inocente
«El sanchismo ha pretendido normalizar los señalamientos institucionales a ciudadanos, jueces y empresas»
La presunción de inocencia es un principio civilizatorio consustancial a la convivencia democrática. En las sociedades libres, la opinión y la crítica han de convivir con el respeto a la consideración personal o profesional de los ciudadanos que en ellas habitan, porque la existencia de límites a la libertad de expresión no es sólo una cuestión de lógica jurídica, sino de sentido común.
Que nadie que no haya sido condenado en firme tras un proceso con todas las garantías pueda ser reputado culpable es una cuestión que trasciende al ámbito del proceso penal y adquiere una profunda relevancia social, pues la imputación de conductas delictivas a quien no es su autor determina una vulneración del derecho al honor de la persona injustamente señalada.
Esta dimensión extraprocesal de la presunción de inocencia no se agota en la necesaria ponderación de derechos cuando la libertad de expresión y la honorabilidad entran en conflicto, sino que informa toda la configuración de nuestro sistema de contrapesos: sólo a los jueces y magistrados que integran el poder judicial independiente corresponde decidir sobre la inocencia o culpabilidad de un ciudadano, lo que proscribiría de nuestro ordenamiento jurídico los ajusticiamientos populares y/o mediáticos.
Estos principios fundacionales básicos del orden liberal son despreciados por quienes conciben el poder de forma autoritaria y gustan de atribuirse potestades ajenas, condenando o absolviendo en función de sus intereses políticos particulares. Y esto es algo que los españoles venimos sufriendo con especial intensidad desde la coronación del sanchismo, que ha pretendido criminalizar la crítica al Gobierno y normalizar los señalamientos institucionales a ciudadanos privados, jueces y empresas en la medida en la que resulten convenientes para la fundamentación de su discurso político o la derivación de responsabilidades.
El caso de Rafael Marcos es un buen ejemplo de esto que les cuento. Para justificar el indulto parcial a la madre de su hijo, María Sevilla, que había sido condenada por un delito de sustracción de menores, la ministra de Igualdad lo acusó públicamente de ser un maltratador, un crimen que no ha cometido. Cierto es que no lo identificó por su nombre y apellidos, pero las palabras de Irene Montero no dejaban lugar dudas: en el discurso que preparó para el acto de inauguración de la nueva sede del Instituto de las Mujeres, presentó a la indultada como una de las madres protectoras que habían sufrido «la criminalización y la sospecha de la sociedad por defenderse a sí mismas y a sus hijos e hijas frente a la violencia machista de los maltratadores».
Una gravísima acusación que la ministra no dudó en reproducir publicando el vídeo de ese discurso en su cuenta de la red social Twitter y que fue replicada por otros cargos públicos, periodistas y medios de comunicación. Para construir un relato político que permitiese presentar a la indultada como una víctima ante la opinión pública, no dudaron en pisotear la dignidad y la reputación de un buen padre, una persona honesta y trabajadora ajena al mundillo infecto en el que han transformado la política. Lo condenaron sin necesidad de juicio ni de sentencia, simplemente por una mera cuestión de conveniencia.
«Irene Montero, además de otros cargos públicos, periodistas y medios, no dudaron en pisotear la dignidad y la reputación de un buen padre, una persona honesta y trabajadora»
Triste fue comprobar cómo una parte significativa de ese cuarto poder que debería de ser la prensa hizo dejación de funciones. Bien por el miedo a las represalias, bien por puro seguidismo, fueron muchos los que colaboraron para que se asentase mediáticamente la falsedad proferida por Irene Montero y se ridiculizase la iniciativa que emprendió ese hombre inocente en defensa de su honorabilidad, a pesar de lo cual fue arropado por no pocos ciudadanos.
Ayer la Sala Primera del Tribunal Supremo hizo pública la sentencia que estima parcialmente la demanda de Rafael Marcos y condena a la ministra de Igualdad a abonarle 18.000 euros, borrar el vídeo difamatorio de su cuenta en Twitter y publicar el encabezamiento y fallo de la sentencia tanto en esa red social, como en un periódico de ámbito nacional.
En la resolución no sólo se desmontan los argumentos de quienes pretendían descargar de responsabilidad a Irene Montero presentándola como la víctima de una persecución política o argumentan que no hubo intromisión ilegítima en el honor de Rafael porque no se pronunció su nombre. Además, la sentencia hace hincapié en la especial trascendencia de la dimensión social de la presunción de inocencia, que durante demasiado tiempo ha sido relegada a un segundo plano para favorecer eslóganes efectistas y peligrosos, como el «hermana, yo sí te creo», que desde el ministerio de Igualdad se afanan en institucionalizar.
Rafael Marcos está de enhorabuena, pero también la sociedad civil que lo apoyó para que exigiera al poder una rectificación. El mensaje que se ha enviado a quienes gobiernan o aspiran a hacerlo es contundente: los cargos públicos deben servir a los ciudadanos y no dedicarse a prodigarles calificativos con la intención de ajusticiarlos o lincharlos. Los españoles estamos hartos de las políticas del señalamiento que menoscaban el honor y la imagen de particulares, empresas y jueces para obtener réditos electorales o eludir responsabilidades.