Lo que la muerte nos enseña
«La muerte es un enigma ante el que nos quedamos sin palabras y ante el que la eternidad se erige como una promesa y una esperanza»
El próximo viernes 16 de junio, Bloomsday en Dublín, se cumplirán veinte años del fallecimiento de mi hermano, David. La muerte es el gran misterio y también el gran dolor. Los antiguos griegos sabían que «misterio» es un derivado del verbo myō, que significa «ocultar, cubrir, velar». No es la nada lo que se esconde en el misterio, sino más bien la luz, la vida, la memoria. La muerte es un enigma ante el que nos quedamos sin palabras y ante el que la eternidad se erige como una promesa y una esperanza. Recuerdo bien la mañana de su muerte, así como la extrañeza del silencio que la acompaña y unos versos que fueron suyos –aunque eran de Pavese–, porque siempre los tenía en la boca y los leía y los recitaba: «Vendrá la muerte y tendrá tus ojos». La muerte, supe entonces, es el amor. O un reflejo del mismo. Sin un amor previo, la muerte no sería un misterio, sino sólo un hecho.
Estos días escucho a Mahler en Nueva York y releo el hermoso libro de Álvaro Petit titulado Lograr el amor es alcanzar a los muertos (Ediciones de la Isla de Siltolá, 2023). Es un poemario dedicado a su padre, Antonio Petit, y escrito en carne viva. Antonio fue un buen amigo, maestro de periodistas y, más importante aún, un hombre bueno y sabio. Leo los versos de Álvaro y pienso en él, y pienso en mi hermano y en una mirada que se aproxima, nos interroga y nos perdona, a pesar de nuestra debilidad de hijos. Me acuerdo así de aquellas palabras de Yourcenar que tanto me consolaron: «Aceptar que hayan muerto antes de tiempo porque no existe el tiempo. Aceptar nuestro olvido, puesto que el olvido forma parte del orden de las cosas. Aceptar nuestro recuerdo, puesto que, en secreto, la memoria se esconde en el fondo del olvido. Aceptar incluso –aunque prometiéndonos que lo haremos mejor la próxima vez y en el próximo encuentro– el haber amado torpe y mediocremente».
«Nuestra voz perdura como un legado en el alma de los demás»
«Ya no es tuya sino nuestra / la muerte que has dejado», escribe Petit para estrenar su poemario y prosigue: «Ya no es tuya sino nuestra / la vida que has perdido». Así es. Con la muerte pasamos a ser de otros, a ser otros. Nuestra voz perdura como un legado en el alma de los demás. Y nuestra responsabilidad consiste en preservar una herencia que se nos ha entregado desde el momento preciso en que conocimos el amor. Nuestro deber, en efecto, es permanecer fieles a esa luz que recibimos, cultivarla en nosotros y protegerla de las miserias del mundo, para así devolverla de nuevo a los demás. Si Joubert recalcó que se necesitan distintas voces en una voz para que sea verdadera, también diríamos que nuestra luz personal supone el reflejo de muchas otras luces y de un amor que, a veces, en la muerte llega a ser terrible, pero cuyo misterio deja en nosotros una verdad más honda e indestructible.
«Lograr el amor es alcanzar a los muertos, / ser como ellos: dejar de ser para ser por siempre, / morir en otros y serlo todo en todas las cosas», escribe Petit con emoción contenida en su poemario. Gustav Mahler concluyó su Tercera Sinfonía con un largo movimiento titulado Lo que el amor me enseña. Hay algo extático en la últimas notas de esta obra, un dejarse bañar por la eternidad. Lo que la muerte nos enseña no es muy distinto: resguarda el amor bajo el misterio, lo vela bajo la carne, latiendo en la oscuridad, para que viva en nosotros, recordándonos que sí, que era verdad aquel sendero, y que volverán tus ojos y tu voz y tu rostro y que nada de lo que fue nuestro se perderá.