THE OBJECTIVE
Juan Marqués

Mikel Bastida: fotos de lo que queda cuando el cine se va

«A día de hoy hay gente que va por allá, llorando ante unas piedras que no proceden de la Bohemia remota, o de Galitzia, sino de Hollywood»

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Mikel Bastida: fotos de lo que queda cuando el cine se va

Mikel Bastida, premio fotolibro <40 | Cedida

La veteranísima editorial RM y la Comunidad de Madrid coeditaron a comienzos de este año una aventura fotográfica fascinante, tanto que a su vez ya había merecido, cuando sólo era un proyecto, apenas una idea por desarrollar, el premio Fotolibro <40.

La historia es la siguiente: Bastida (Bilbao, 1982) decidió hacer un viaje en coche por lugares muy distantes entre sí de los Estados Unidos, en busca de paisajes, poblaciones o locales que, por una u otra causa, estuvieran muy marcados por el cine. Pero no se trataba de ningún arrebato mitómano, sino más bien de lo contrario: no se buscaban rincones «legendarios», esquinas reconocibles, lugares míticos… Más bien se buscaban espacios que todos hemos visto también, pues se trata en casi todos los casos de películas muy conocidas, pero marcados obviamente por una sensación epilogal, crepuscular, decadente. Sitios que brillaron una vez, iluminados por los glamurosos focos, después se vieron siempre muy condicionados por aquel rodaje (o por aquella repercusión), y luego, digamos, se apagaron.

El asunto, pues, tiene algo de parque de atracciones abandonado, o de esas amplias áreas donde se ha celebrado algún certamen tan importante como efímero, y después languidece sin remedio, a su suerte, invadido por las hierbas e irrecuperable. O la gente de la literatura podemos pensar, por ejemplo, en «el territorio de don Quijote» (que sería otro gran tema para un libro de fotos): dos hombres que no existieron, uno alto y delgado y otro bajito y rechoncho, junto a un caballo escuálido y un burro melancólico, son omnipresentes, inevitables, en toda una comarca, en lo que supone un claro «triunfo» de la ficción sobre la realidad. Tal y como está planteado, alguien despistado o japonés podría pensar sin problemas que se está conmemorando con ello a personas que de hecho caminaron y soñaron por allí. Pero… ¿seguro que es un triunfo? No hay en esa serie de negocios y programas culturales algo definitivamente desolador, o por lo menos inadecuado? (y no pienso tanto en el afán de lucro, tan legítimo, como en la enorme lejanía con el espíritu de su historia).

Pues bien, Bastida lo vio claro en algo que observó  en un viaje anterior, europeo, que ha quedado fuera de su Anarene: cuando iba a rodar La lista de Schindler, a Steven Spielberg, previsiblemente, le impidieron rodar en un campo de exterminio real, pero, en lo que en puridad podría constituir una profanación mucho mayor, le permitieron que lo recreara donde de hecho había existido otro, uno que fue arrasado por los propios alemanes en su retirada, deseosos de borrar todo vestigio, todo indicio. Se trataba de un campo en cuya entrada, con una crueldad refinadísima, un sadismo realmente sofisticado y un odio difícil de concebir, habían traído lápidas y restos de viejos cementerios judíos, para obligar a los que entraban allí a pisarlos. De todo aquello no quedó nada, sólo testimonios, alguna foto, y el equipo de Spielberg tuvo que replicarlo, obviamente con materiales falsos, con lápidas recién fabricadas. Pues bien, a día de hoy hay gente que va por allá, donde hace treinta años sólo había un páramo estremecedor, un vacío deliberado, y hacen sus homenajes y sus ceremonias, llorando ante unas piedras que no proceden de la Bohemia remota, o de Galitzia, sino de Hollywood.

«Imaginemos un libro de poemas que trajese como apéndice o a pie de página una glosa a cada uno de los textos: sería aberrante»

Es ésta una historia perfecta para entender el espíritu del libro Anarene, aunque, como buen libro de fotos, apenas hay en él textos, comentarios o «pies de foto» que ayuden a entender el secreto de cada imagen. Es un poco frustrante, pero es también necesario. Imaginemos un libro de poemas que trajese como apéndice o a pie de página una glosa a cada uno de los textos: sería aberrante. Pues aquí, un poco, lo mismo.

La viga de la que se cuelga el abuelete de Cadena perpetua, inhabilitado ya para vivir fuera de la cárcel, o una de las gasolineras de Thelma y Louise, el hotel de Doce monos, el bar donde comienza París, Texas… han sido visitados por Bastida, quien también pudo comprar una bolsa de bolsas con el logo de un falso supermercado que se inventaron para una secuencia de pocos segundos en una película de zombis. Pensamos que en Hollywood son improvisadores, superficiales y ahorradores y resulta que son detallistas hasta lo inverosímil. No sólo recrean todo un supermercado en vez de alquilar por una mañana uno real, no sólo se inventan para él un nombre y hasta un logo, sino que, en el colmo del perfeccionismo, imprimen bolsas para que algunos pocos extras de la escena las lleven por el local. Bastida, ya digo consiguió algunas de ellas, y en lo que fue un acto de «intervencionismo» al margen de sus fotos, casi una performance secreta, fue llenándolas de frutas o de piedras y dejándolas por diferentes lugares del país, sin que seguramente nadie reconociera el logo de la tienda de ficción y comenzara a hacerse preguntas un tanto angustiosas…

Pero me importa aclarar que el espíritu del libro no es el de un gamberro ni el de un humorista, sino el de un poeta. Yo, a mi manera de andar por casa, he dividido siempre a los fotógrafos entre periodistas, narradores y poetas. Bastida (que trabajó en el mundo del cine) es claramente de los últimos, aunque se alimente más de historias y de sueños que de versos. Sus paisajes, sus detalles y sus retratos (porque también fotografía a gente que tuvo algo que ver en alguna película, o que al menos anduvo cerca, y hasta los más jóvenes entre ellos tienen una mirada llena de pasado, arrasada por la falta de horizontes tras haber tocado un cielo de mentira) están llenos de poesía.

Eduardo Momeñe cuenta en el epílogo del libro el secreto del título: Anarene fue el nombre que, en honor de su esposa fallecida, puso a la nueva población quien levantó un mínimo pueblo donde había habido antes un asentamiento aún más diminuto, allá por Texas. En los años 50 los trenes dejaron de parar en el irrelevante apeadero de Anarene, y el pueblo, simplemente, acabó de desaparecer. Peter Bogdanovich se enteró de todo ello rodando por allí cerca The Last Picture Show, y decidió bautizar como Anarene al pueblo donde transcurría, como tributo privado. Lo cierto es que, paradójicamente, la invención de ese nuevo Anarene acabó de condenar al olvido al verdadero, y por tanto es una metáfora perfecta del proyecto de Mikel Bastida. Anarene pasó de ser un pueblo minúsculo pero real a ser un escenario, un espejismo, y ahora Anarene es el título de uno de los libros más llenos de buena magia que hemos visto o, mejor, mirado, en mucho tiempo.

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