Viaje al fondo del mar
«Sin riesgos no hay aventura que valga, pero vivimos en un mundo que no cree en la desgracia y se horroriza porque en las guerras se mata y en el mar se naufraga»
Así se titulaba el telefilm que veíamos en TVE los sábados por la tarde después de Cesta y puntos, aquel gran programa donde, arbitrados por Daniel Vindel, competían todos los colegios de España en una liga baloncestística del conocimiento. O sea que, en vez de pelota, se encestaba a través de la sabiduría del bachillerato antiguo. Y si la tildo de sabiduría es porque con aquellos estudios uno podía ir a cualquier parte y sacarse varias carreras de esas que llaman de grado. Pero me estoy desviando. Tras Cesta y puntos venía Viaje al fondo del mar y el submarino Sea View —que llamábamos Sivius—, con el almirante Nelson, el capitán Crane y el cabo Kowalski al frente. Y mientras duraba la aventura sabatina oímos aquel sonido intermitente –un pip-pic acuático– que nunca cesaba en la sala de mandos.
Los peligros eran terribles e infinitos: tanto en el exterior, como en el interior, porque además de pulpos gigantescos y otros monstruos marinos, parte de la tripulación —habitualmente el capitán Crane, que era moreno— padecía posesiones de malignas bacterias y virus maléficos que ponían en grave peligro la travesía y el buque. Felizmente, todo acababa bien. Pero uno de los grandes peligros que amenazaban al Sea View era los viejos barcos hundidos —donde podían habitar desde un perverso tritón radioactivo a una colonia de extraterrestres con las peores intenciones del mundo— y los telespectadores lo sabíamos.
El Sea View tenía algo del Nautilus del capitán Nemo y la cristalera, si se le puede llamar así, de proa no era diferente de la de la sala donde Nemo tocaba el órgano frente a las profundidades marinas. A través del gran ventanal aparecían las malvadas amenazas que intentarían destruir el submarino comandado por el buen almirante Nelson que, al revés que Crane, era rubio, un WASP, y por eso no padecía las terribles posesiones y enfermedades destructivas de su ayudante con tres gotas de sangre chicana. E igual que la cultura popular nos avisó de los peligros del mar —la mar, decimos en Mallorca, fa forat i tapa («el mar se agujerea y cubre para siempre», en traducción sui generis)— e instauró un respeto necesario frente a él, Viaje al fondo del mar nos infundió un temor, no sé si irracional o razonable, frente a los misterios de lo desconocido que pueblan sus profundidades.
«En las reacciones de parte de la prensa sólo faltaba el ‘se lo tenían merecido'»
Supongo que éste era uno de los retos de la tripulación del Titán y sin retos ni riesgos no hay aventura que valga. Pero al mismo tiempo vivimos en un mundo que no cree en la desgracia y se horroriza porque en las guerras se mata y en el mar se naufraga. Las cosas han de salir bien porque las cosas funcionan y esto no es así: las cosas se estropean y el Destino siempre juega con nosotros. El Titán corría el riesgo que nos enseña la cultura popular desde la cuna. Y otro peor que entra en el campo de lo irracional: las maldiciones. Y la maldición del Titanic —como la de Tutankamón— existe desde que el buque más perfecto creado nunca por el hombre, chocó con un iceberg inesperado durante su travesía inaugural. La combinación era muy peligrosa, aunque antes se hubiera salido con bien.
Pero ha habido otra maldición que nos alcanza a todos, tripulantes o no del Titán: las reacciones de parte de la prensa, como síntoma de otra enfermedad social, a partir del tercer día de la inmersión sin señales de vida. Unas reacciones que pueden resumirse en subrayar una especie de culpa merecedora de castigo, hija entre otras cosas de la envidia igualitaria. Que si los ricos (sic) buscan la emoción a base de cantidades inmensas de dinero. Que si quieren ir donde nadie más puede hacerlo. Que se ha gastado más dinero en la operación de rescate que en otras cosas más necesarias para la humanidad. Que si menudos caprichitos y así todo… La piedad o la compasión ante el hecho cierto de una agonía espantosa y la tragedia, brillaban por su ausencia.
Sólo faltaba el «se lo tenían merecido». No exagero: consulten los telediarios del miércoles en TVE y en Antena3, por ejemplo. Hasta salía una psicóloga diciendo tonterías y obviedades como si estuviera en el gabinete del doctor Freud en Viena. Y seguro que en otras cadenas debió de haber más de lo mismo: vivimos tiempos muy raros y que nos lo recuerden constantemente nos empuja hacia la vida monacal y el adiós a todo eso, gritando ¡Viva Coblenza! Hasta el absurdo ha dejado de tener gracia.