La violencia de género y sus aporías
«Señalar que no en toda ocasión en la que un hombre agrede a quien es o fue su pareja trata de perpetuar la dominación machista se ha convertido en una herejía»
«El individualismo liberal se ha agrupado para tratar este poder [el poder que ejercen los hombres] como si estuviera fragmentado e individualizado, y, por tanto, como si, después de todo, no fuera en absoluto poder; o, a lo sumo, como si fuera la conducta brutal individual… como si cada una de esas experiencias carecieran de relación a través de patrones de unión o de una autorización institucional».
Así se expresaba la socióloga feminista Kathleen Barry allá por 1995 en un trabajo que se publicó traducido al español en 2004. Justo ese mismo año se aprobó en España la conocida como Ley de violencia de género, una ley que, en sus disposiciones relativas a la violencia que ejercen los hombres contra las mujeres en el ámbito doméstico, ha encarnado el espíritu denunciatorio de Barry llevándolo hasta límites que encuentran pocos análogos en el Derecho comparado.
Desde entonces, en España, se ha instalado un fabuloso entramado institucional y normativo que atiende de manera específica la violencia de los hombres contra las mujeres que son o han sido su pareja o expareja; una jurisdicción específica; un aparato de contabilidad, alerta y concienciación continua a través de los medios de comunicación y canales oficiales, portavoces que, en cada ocasión en la que se produce el asesinato de una mujer, y sin mayor constatación ni contraste sobre las circunstancias del hecho, dan por descontado que el poder masculino se ha vuelto a manifestar y nos advierten de lo poquísimo que se ha hecho y de lo muchísimo que queda por desmontar en el sistema heteropatriarcal que nos asola.
Y no sólo se ha propiciado todo lo anterior sino que esta llamada «violencia de género» se ha erigido en un sacramento, una suerte de papel tornasol con el que testar la calidad democrática o incluso moral de la ciudadanía y de sus representantes públicos. Un sacramento, por cierto, organizado y administrado por sacerdotes y sacerdotisas que operan en régimen de monopolio, estrictas barreras de entrada y con el poder absoluto de cambiar las reglas del juego del lenguaje relativo al machismo; de cuándo, cómo y bajo qué presupuestos se opina, se estudia o se legisla sobre este tan complejo asunto de la violencia masculina en el ámbito de las relaciones afectivas. Ejercen lo que los teóricos de la primera hora de Podemos —¡qué tiempos aquellos tan cercanos y tan lejanos!— denominaban «hegemonía».
Lo estamos volviendo a corroborar estos días de precampaña electoral con las contorsiones semánticas, los pilla-pilla y las yenkas conceptuales a las que se ven sometidos los representantes de «las derechas» en los confesionarios — radiofónicos y televisivos— de la opinión protopública. Un candidato de uno de los partidos «irredimibles» (el PP «de la corrupción») ejerce de «blanqueador» e incluso «promotor» de la violencia machista, y de paso se revela así como «incapaz para gobernar», por el mero hecho de aludir a un contexto que explicaría — aunque no justificaría— la violencia psicológica ejercida hace décadas por otro candidato del partido más irredimible todavía (el Vox del «inefable fascismo»).
«La violencia machista o de género en España es mucho menor que en la inmensa mayoría de los países»
Sin embargo, el Gobierno o los representantes de los partidos dizque progresistas que lo amparan, no blanquean ni promueven ilícito alguno cuando indulta a quienes en su día fueron condenadas por secuestro de menores, o cuando se reúnen en la cárcel con sediciosos para pactar presupuestos o agendas legislativas, o cuando finalmente los acaba indultando.
Pero lo llevamos atestiguando desde hace ya casi dos décadas. No hay nada nuevo bajo el sol de esta precampaña. Podría darles ejemplos para varias tribunas pero no abusaré de su paciencia. Piensen en primer lugar en cómo, si nos atenemos a las puras dimensiones fenomenológicas de la violencia de género, vivimos en la caverna de Platón. Y se trata de una penumbra estadística y metodológica que no es el producto de ningún accidente o complejidad inasible, sino de la voluntad política movida por ese afán de hegemonía ideológica al que antes me refería.
Y ello tanto si nos atenemos a los números (cuántas mujeres son víctimas de su pareja o su pareja en España en comparación con otros países, cuántos hombres son víctimas en comparación con las víctimas mujeres) como a las causas. Tenemos la impresión, pero es solo una impresión, de que la violencia machista o de género en España es mucho menor que en la inmensa mayoría de los países, y también sabemos que son muchísimas más las mujeres víctimas a manos de sus parejas o ex parejas masculinas que a la inversa. ¿Pero cuál es la diferencia? ¿Ha evolucionado? ¿En qué sentido? ¿Por qué? ¿Es el machismo o afán de dominación siempre el factor determinante? ¿En combinación con otros? No se sabe con el rigor que amerita el problema; ni se quiere saber.
Un recordatorio servirá de botón de muestra: en el año 2017 el Ministerio del Interior comenzó a elaborar un informe sobre las causas de la violencia de género, lo cual hizo saltar todas las alarmas en la prensa sacramental que rápidamente informaba de que el PSOE había solicitado la comparecencia urgente del ministro del Interior para dar explicaciones. El Gobierno (del irredimible e irreversible PP) dando explicaciones por tratar de encontrar explicaciones. La (entonces buena) feminista Clara Serra no lo pudo expresar mejor: «Para contestar a esta pregunta [la pregunta sobre las causas] no hacen falta experimentos de criminólogos de CSI, hace falta feminismo». En esas estábamos y así seguimos (y seguiremos, por lo que parece).
Y, como decía, lo mismo ocurre si de la conceptualización y tratamiento normativo del fenómeno hablamos. Ciertas «etiquetas» o «denominaciones» ofician de tabú – aunque sean de uso común en «los países de nuestro entorno» – y autoseñalan, poco menos que como instigador al asesinato de mujeres, a quienes las usan. Negar la pertinencia del concepto se hace fungir, sin despeinarse, con la negación del hecho mismo (así: Vox puede «negar la violencia de género», al tiempo que propone, como no hace con parecida severidad ningún otro partido, la prisión permanente revisable de asesinos y violadores de mujeres). Evocar el compromiso bien feminista de que «no se nace machista, sino que se llega a serlo», constituye un indicio confiable de machismo.
Señalar, con modestia epistémica, que no necesariamente en toda ocasión en la que un hombre agrede o ejerce violencia de cualquier tipo contra quien es o ha sido su pareja trata de perpetuar la dominación machista o patriarcal, se ha convertido en una herejía. Una herejía, por cierto, certificada por nuestros más altos tribunales: en España, de manera inaudita si tenemos en cuenta el Derecho comparado, pervive una diferente sanción penal para los hechos tipificables como «menoscabo psíquico o la lesión de menor gravedad» si quien los comete es el varón y la víctima es su pareja o expareja. Su castigo será impepinablemente mayor que si la autora es una mujer. Una interpretación que exige la prueba de que la conducta se cometió con el afán de perpetuar un «contexto de dominación» para aplicar la mayor sanción a quien no ha hecho nada por ser hombre, ha sido descartada por el Tribunal Supremo: se nace machista y se sigue siéndolo. Salvo que acuda uno al procedimiento de modificación del sexo en el Registro Civil que consagra la autodeterminación de género, claro.
«Esos hombres tenidos como clase opresora son los jefes de las que han hecho carrera política bajo la pancarta del ‘nos están matando’»
Y mientras tanto la vida ha discurrido en forma paralelamente esquizofrénica a ese discurso ideológico delirante: esos hombres tenidos como clase opresora, que hacemos muy difícil la democracia por nuestra condición de «mitad violenta», de acuerdo con la ministra Llop, seguimos siendo los amigos, compañeros, padres, hermanos, hijos, confidentes, incluso jefes políticos de las que han hecho carrera política bajo la pancarta del «nos están matando». La esquizofrenia era y es vox populi en el bar (incluso en el del Congreso), en los recesos de las vistas judiciales, en los lechos conyugales, en el seminario académico, en la conversación, siempre en voz baja, o sin micrófonos, de quienes han conocido de cerca algunos casos lacerantes en los que «el protocolo VIOGEN» se ha llevado por delante a más de uno (¿se acuerdan del caso del tristemente fallecido Fernando Valdés dal Ré?). Era y es vox pópuli pero sólo Vox se anima, por lo que parece…
Calibren ustedes el desvarío que supone que hoy en España sea infinitamente más problemática la aparición en la escena política de quien hace dos décadas pagó ante la justicia por haber ejercido violencia psicológica contra su exmujer, o que meramente niega los presupuestos conceptuales o normativos de la violencia de género, que quien en su día secuestró, o dio cobertura política a los coches bomba, al secuestro o al asesinato a sangre fría del rival político o del ciudadano común.
Pero hay una paradoja todavía mayor en la que no se insiste suficientemente. La Ley de violencia de género y toda la batería de políticas públicas feministas que la han acompañado, nacieron con la promesa de promover cambios institucionales, culturales y sociales profundos. Muchos de ellos eran absolutamente necesarios porque la violencia machista, la violencia que ejercen algunos hombres para perpetuar su dominio sobre algunas mujeres, EXISTE. Pero entonces: ¿cómo entender que una ley de violencia de género que tiene esos propósitos disponga al tiempo que nada puede cambiar porque la violencia machista SE EJERCE SIEMPRE con la mera presencia de un individuo varón y un contexto relacional?
Bajo esa lectura se genera una condición de subordinación irremisible a todas las mujeres que entablan relaciones heterosexuales con hombres, y, como consecuencia de lo anterior, la performativamente acreditada imposibilidad de erradicar la violencia de género. Así, e insisto, paradójicamente, nos encontraríamos con la consolidación jurídica de la estructura heteropatriarcal que la propia ley de violencia de género está llamada a demoler.
O a lo mejor no es en realidad un efecto inadvertidamente paradójico sino perfectamente celebrable y asumible dada la necesidad de retener «hegemonía».